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Decenas de personas escuchan la sentencia transmitida por altoparlantes en una velada nocturna fuera de la mega sala de tribunales, durante el juicio por genocidio, en septiembre 2018. Simone Dalmasso

Cómo Guatemala transitó hacia una democracia frágil en los últimos siete años

Las personas ya no le exigen al Estado porque creen que nada cambiará.
Toda esta disfuncionalidad del Estado se reproduce en distintos ámbitos de la vida social y ambiental.
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Cómo Guatemala transitó hacia una democracia frágil en los últimos siete años

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Para explicar lo que ocurre en Guatemala se necesita de un análisis profundo y justificado desde la academia y ofrecer respuestas basadas en la investigación social. Esto hizo recientemente la Universidad Rafael Landívar en su informe sobre la situación de país 2015-2022 cuyos resultados se conversan con dos de los investigadores que participaron en la elaboración del documento.

Entender a Guatemala como país implica hacer un recorrido en laberinto por distintos escenarios. Desde la lucha contra la corrupción que sacudió el tablero a políticos, empresarios y personajes del crimen organizado en 2015; una pandemia que agravó la desigualdad y la pobreza del país y, actualmente, el boicot contra instituciones de justicia y la venganza contra jueces, fiscales, periodistas y defensores de derechos humanos considerados como una amenaza al sistema de gobierno.

En el informe Guatemala: Estado de país y perspectivas 2015-2022, presentado recientemente, un equipo de académicos de la Vicerrectoría de Investigación y Proyección (Vrip) de la Universidad Rafael Landívar analizó al país a la luz de cada uno de esos acontecimientos.

Esto les permite llegar a varias conclusiones, como el hecho que la ciudadanía es, en gran medida, ajena a las luchas de los movimientos sociales por su poca «politización», no entendida como una vinculación partidaria, sino como la poca costumbre de reflexionar, discutir y cuestionar al poder político y económico vigente.

También que el proceso electoral no debe ser visto como una posibilidad para lograr transformaciones profundas, sino únicamente para detener la represión estatal que vivimos.

Y, no menos importante, que el deterioro del medio ambiente y los recursos naturales gana terreno debido a la lógica de privatización e intención criminal que impera en quienes actualmente gobiernan.
Úrsula Roldán, coordinadora del informe y directora del Instituto de Investigación en Ciencias Socio Humanistas (Icesh), y Jaime Carrera, investigador de este, comentaron en la siguiente entrevista con Plaza Pública cuáles son sus principales conclusiones.

—Partamos del momento actual. El estudio refiere que, tras el paso de la Cicig, surgió una alianza entre las élites de poder económico, actores vinculados al ejército y políticos del catalogado Pacto de Corruptos, ¿qué fines persigue esta alianza?

—Úrsula Roldán (UR): Cicig las nombró redes político-económicas ilícitas y demostró que son diferentes sectores los que están involucrados en la captura y cooptación del Estado. Pero esto después tuvo una reversión muy visible y unificó intereses del poder económico que se benefició del Estado.

Aquí surgió también otro interés, que no fue motivado por la Cicig necesariamente, que es el tema de los juicios transicionales —casos de violaciones a derechos humanos cometidos durante el Conflicto Armado Interno, en gran medida por militares y altos mandos del Ejército—. Esto reactivó intereses del sector militar por la defensa de su gremio.

Entonces es una amalgama de intereses que se concentró —en desbaratar—, primero, a la Cicig; segundo, al Ministerio Público, particularmente a la Fiscalía Especial contra la Impunidad; y posteriormente a jueces y fiscales. Quieren traerse abajo los casos y buscar venganza.

—En 2015 hubo una efervescencia de movimientos sociales que se articularon, no solo en torno a la lucha contra la corrupción, también buscaban una transformación del Estado, ¿lograron estos movimientos reinventar su agenda ante esa contraofensiva que percibe en la actualidad?

—UR: Lo que se movilizó en 2015 fue la ciudadanía, no tanto como movimiento social, sino que fue una ciudadanía indignada que decide apoyar la lucha contra la corrupción. Después sí confluyeron movimientos sociales como el movimiento campesino indígena, que vio una oportunidad de cambiar el Estado.

Los planetas se habían alineado en 2015 porque teníamos un MP activo, una cooperación internacional aliada y una ciudadanía activa, pero luego viene el golpe a la Cicig y la ciudadanía se retrotrae. Entonces, ¿qué va quedando? Esos movimientos sociales tradicionales que siempre han resistido y se han organizado, pero no logran generar la simpatía que sí generó la Comisión. Esa es la diferencia.

—¿Por qué la ciudadanía no se involucra en esos movimientos? ¿Qué la detiene?

—UR: La ciudadanía no siempre se compatibiliza con los objetivos de los movimientos tradicionales porque estos son más politizados. La ciudadanía no está politizada, hemos perdido la educación pública y por otro lado está el miedo y la sobrevivencia.

Las personas ya no le exigen al Estado porque creen que nada cambiará. Eso fue el efecto de quitar a la Cicig; se había demostrado que sí se podía y la gente le creyó y la apoyó. Luego, la comisión desaparece y se ve que el poder es mayor. Ya no se ve un riesgo-beneficio.

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—¿Qué papel juegan los grupos religiosos?

—UR: Es un papel en contra de la politización ciudadana y del bien público. Adormecen las conciencias con el discurso de que las personas religiosas deben respetar a la autoridad porque éstas tienen un designio de un ser superior y están defendiendo el derecho a la familia y a la vida que otros quieren quitar.

—Hablemos del escenario geopolítico. Pareciera que uno de los contrapesos de los gobiernos centroamericanos es la administración de Biden en EE. UU., que procura provocar con sanciones y nombramientos a funcionarios corruptos y antidemocráticos un escarnio público, ¿qué tan significativas son estas sanciones?

—UR: Viendo la historia del país, creímos que las sanciones eran necesarias y que además generarían un contrapeso, pero ya no tuvieron el efecto deseado. Los actores de poder siguieron actuando de la misma manera.

Se está deslegitimando el poder de Estados Unidos sobre estas naciones. Ha habido cierto nivel de complacencia de ese país por una negociación que les interesa, que es la de la migración. No quieren perder el control total de la región. También hay otro elemento que antes no estaba sobre el tablero y es la incursión de China y Rusia. Eso, de alguna manera, ha debilitado el poder de Estados Unidos.

—Y aunado a ello, se ha visto un acercamiento de los gobiernos de Guatemala y El Salvador por medio de servicios de cabildeo con las alas más conservadoras del Partido Republicano, ¿qué resultados ha tenido esto?

—UR: Yo creo que les ha traído —a los gobiernos— un buen resultado porque la división en Estados Unidos es real entre republicanos y demócratas. Además, hay un alineamiento de otros intereses, como los religiosos. Los republicanos vieron muy bien la estrategia de desalinear esos planetas que se habían alineado en la lucha con Cicig. Entonces, sí, ha sido una estrategia exitosa que además ha contado con todos los recursos posibles.

—Un problema que presiona a Estados Unidos es el narcotráfico, el cual es posible por las vulnerabilidades sociales y corrupción de distintos países en Latinoamérica, pero también por la demanda en el mercado de ese país, ¿ve la existencia de una estrategia regional para combatirlo?

—UR: No. El poder que han adquirido estructuras de crimen organizado en los territorios es muy fuerte. Incursionan en el financiamiento de partidos políticos y por ahí logran manejar el Estado. Eso hace que los poderes ejecutivos lleguen a consolidarse en dictaduras.

Creo que Estados Unidos está perdiendo esta guerra… Y a veces tengo la duda de si la quieren librar porque están perdiendo en todos lados cuando está afectando a su juventud en el consumo irracional.
No solo es la cocaína, vienen más drogas. Hemos visto casos de implicaciones de la DEA respecto al manejo del narcotráfico. Luego, todo ese dinero circula en la banca, y son bancas oficiales donde hacen los negocios en Estados Unidos… Son muchos actores los que se benefician.

—Entonces, hablamos también de una corrupción regional, que no involucra solo a los países de Latinoamérica…

—UR: Totalmente. Todos los poderes económicos tienen intereses en la región. El sistema democrático no le impide generar ganancias al sector económico.

—Respecto a la migración, que es un fenómeno que también presiona a EE. UU., se ha abordado con estrategias represivas y con endurecimiento de penas a coyotes en Guatemala, ¿cómo evalúa esto?

—UR: Estas estrategias no hacen que la gente se deje de ir. Lo único que hace es poner en más vulnerabilidad a las personas, el viaje se encarece y de todas formas se van. Desde nuestro punto de vista, lo que tendría un mejor impacto es la regularización de la migración. Que la gente pueda ir y retornar. Antes existía eso y la familia mantenía sus vínculos. Ahora ya no existe esa dinámica, la gente se va y no vuelve.

—¿Por qué cambió la dinámica?

—UR: Los migrantes tienen un impacto como ciudadanía en EE. UU. y la migración se ha vuelto un objetivo político que puede favorecer a los republicanos. En época electoral se exacerban los nacionalismos y el racismo. Buscan evitar que los migrantes lleguen por la vía legal y demanden una ciudadanía. Es un elemento político, porque económico no es. No es que los migrantes vayan a quitar empleos a ciudadanos norteamericanos, todo lo contrario, EE. UU. necesita empleos y los migrantes garantizan al país la posibilidad de continuar (sus actividades económicas). Hay mucha hipocresía.

—Nos encontramos en un proceso electoral incierto, en el que se excluye a expresiones políticas consolidadas como el MLP, o a quienes representan una amenaza para el poder establecido, como Carlos Pineda y Roberto Arzú, ¿tiene sentido un proceso electoral en estas condiciones?

—UR: No tiene sentido si lo que quisiéramos es transformar el país, puesto que ya estamos viviendo un fraude electoral que se consumará a la hora del voto. El único objetivo que podemos lograr en estas elecciones es parar la represión. Debe llegar un personaje con una estructura partidaria capaz de hacer un cambio en esa amalgama de lo que llamamos Pacto de Corruptos.

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—El deterioro de la institucionalidad también impide implementar políticas que garanticen una relación sana entre la población y su entorno. Según cifras del informe, la cobertura forestal, Guatemala pasó de alcanzar un 64.05 por ciento en 1950, hasta un 33 por ciento en 2016, ¿cómo explicaría esta reducción acelerada?

—Jaime Carrera (JC): Hay que partir de la forma en que el Estado concibe el sistema natural. La pérdida de cobertura forestal muestra una poca valoración de la naturaleza, que no solo se da, digamos, cuando uno ve la pérdida acelerada de bosque, sino también en la sostenida contaminación de las fuentes de agua o la poca gestión de los residuos sólidos.
Toda esta disfuncionalidad del Estado se reproduce en distintos ámbitos de la vida social y ambiental. Hay algunos datos que no se plantean en este informe, pero que muestran que entre el 60 y el 85 por ciento de la pérdida forestal en Petén es debido al narcotráfico. Esto tiene implicaciones para las comunidades al momento de defender los recursos porque vienen muchos casos de criminalización.

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—¿Cómo se explica el hecho que las instituciones se vuelquen en contra de las comunidades que defienden el entorno natural?

—JC: La institucionalidad ambiental no es más que un reflejo de los poderes que existen dentro del país. Se facilitan procesos donde prevalecen los intereses privados sobre los públicos. Esto se ve reflejado en un presupuesto ambiental muy bajo. Y cuando se manifiesta la insatisfacción social, la respuesta es la represión.

—Hablando de insatisfacciones sociales. Casi el 60 por ciento de la población no tiene acceso a agua tratada y segura para consumo humano, según datos que cita el estudio. Es más de la mitad, ¿cómo revertir esto?

—JC: Se deben asegurar zonas importantes; mantener una cobertura forestal, asegurar una infiltración hacia el agua subterránea. Los problemas grandes son la ampliación sin planificación de la mancha urbana que genera problemas en el ciclo hidrológico.

Otro elemento es mantener la calidad del recurso, pero lo que ha pasado en Guatemala es que las municipalidades no tienen plantas de tratamiento de aguas residuales y los vertederos están a la par de los ríos. Eso contamina el agua subterránea.

Lo preocupante es que ya hay una contaminación microbiológica que enferma a las personas cuando toman esa agua, no solo en los ríos, también en manantiales. No es de extrañar que la diarrea provoque la mayor cantidad de mortalidad infantil en Guatemala.

—Y en cascos urbanos, cada vez se aprueban más licencias de construcción de complejos residenciales en zonas de recarga hídrica, ¿qué lógica subyace acá?

—JC: Es la lógica de privatizar un recurso que en realidad debe ser manejado hacia el bien común, hoy más que nunca, en un contexto de cambio climático en el que sabemos que los problemas del agua se van a ir intensificando. En los municipios de la Mancomunidad del Sur hay un descenso en las profundidades de los pozos debido al confinamiento de las personas en pandemia.

—Pasemos al tema de las industrias extractivas, ¿cómo analiza el papel de la institucionalidad del Estado frente a estas industrias?

—JC: Hay una disfuncionalidad de la institucionalidad ambiental, y sobre todo de los procedimientos que deberían de garantizar que estas actividades económicas cumplan con criterios mínimos que permitan, no solo asegurar condiciones ambientales adecuadas, si no que no generan conflictividad.
Son importantes las consultas y los procesos que deben respetarse en las comunidades a manera que los actores locales puedan participar en la toma de decisiones de aquello que pasa en sus territorios.

—¿Son los pueblos indígenas los principales contrapesos de estas industrias?

—JC: Yo diría que en algunos territorios así es.

A nivel de país, no necesariamente están vinculados a los pueblos originarios, sino más bien al campesinado organizado que se opone a algunas actividades. Pienso, específicamente, en algunos municipios del oriente del país. Pero en términos generales, hay una tradición ancestral de relación con los recursos naturales que se convierte en un contrapeso de algunas actividades económicas.

—El costo para estos sectores ha sido la criminalización e incluso asesinatos, ¿cómo prevé que evolucionará esto?

—JC: Hay una violencia sistemática contra cualquier tipo de expresión que difiera de la forma en cómo funcionan las instituciones del Estado y de cómo se conduce el país. Hay una represión contra jueces, fiscales, defensores de derechos humanos y del territorio. Se está generando un clima de zozobra.

 

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