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Familias acuden al río para lavar la ropa en el río San Román en la comunidad Esperancita del Río en Chisec, Alta Verapaz, la cual está rodeada por extensas plantaciones de palma africana.

El río San Román languidece entre cultivos de palma africana

Los habitantes refirieron que el agua olía a «huevo podrido» y que se veían peces nadando de forma errática.
Según el estudio, todas las muestras que tuvieron presencia de pesticidas corresponden a usos de la tierra en palma y postpalma, no a territorios con presencia de bosques
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El río San Román languidece entre cultivos de palma africana

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Desde 2017, comunidades de Chisec y Sayaxché señalan a una empresa palmera por contaminar y secar el río. La Industria Chiquibul defiende sus prácticas ambientales, pero un nuevo estudio del Iarna  detecta baja calidad de agua, con herbicidas y fungicidas en niveles dañinos para la salud humana en el área que ocupa ese monocultivo.

«¡Ya no más palma… ya no más palma!», suplica Elizabeth Chen, sentada en el patio árido de su casa, mientras cuenta cómo los ríos y arroyos de los cuales antes se abastecía de agua se han secado o contaminado en la medida que los cultivos de palma de aceite, o palma africana, se expanden en sus alrededores. Todo a costa de los bosques.

Chen, de 50 años, es una lideresa de la comunidad Carolina, en Chisec, Alta Verapaz, que forma parte de siete aldeas y caseríos desde donde en los últimos diez años han señalado a la empresa Industria Chiquibul como la responsable de provocar mortandad de peces en el río San Román, secarlo y contaminarlo, al punto que el agua ya no es apta para su consumo.

Bajo los 41 grados de temperatura de una tarde de finales de mayo, ella describe cómo cambiaron sus vidas desde que la palma entró a su territorio. A su costado, macetas con flores, cacao y sábila agonizan ante el seco verano extendido.

«En los años en que no hubo palma, aquí había agua. Ahora, solo hay tierra. La gente escarba cada vez más sus pozos, pero ya no encuentra agua. En las comunidades donde no hay palma, sí llueve», lamenta.

Esa tarde, llora al recordar que hace una semana estuvo a punto de ahogarse en un río que le queda a dos horas de distancia, en tuc tuc. Acudió hasta allí a lavar ropa porque los cuerpos de agua a su alrededor se secaron. Como no conocía el área, dio un paso en falso que casi le cuesta la vida.

«Terminaba de lavar la última ropa que me quedaba ese día, cuando me agarró un remolino. Mi hija levantó las manos y pidió ayuda. Un muchacho como usted corrió y me tendió la mano. Dos dedos le logré agarrar y con eso me logré salvar. Fui hasta allí por necesidad porque aquí ya no tenemos agua», cuenta.

La contaminación

Desde 2017, siete comunidades q’eqchi’ que se abastecen de agua del río San Román denunciaron que éste era contaminado por los cultivos de palma. Se trata de Esperancita del Río, Carolina, Yalmachac, Tierra Negra I, Arenal II y Santa María Setzul, en Chisec, Alta Verapaz, y Tezulutlán II, en Sayaxché, Petén, que en total cuentan con 3,441 habitantes afectados.

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Ese año, se observaron peces muertos flotando en la superficie del río en Tezulutlán II y señalaron como responsable a la empresa Industria Chiquibul, dedicada al cultivo de palma.

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Los habitantes refirieron que el agua olía a «huevo podrido» y que se veían peces nadando de forma errática, saliendo a la superficie y boqueando en busca de oxígeno. Además, el color del agua lucía turbia, hasta tornarse marrón.

En esa ocasión, el análisis del Ministerio de Ambiente y Recursos Naturales (Marn) identificó nueve especies de peces muertos y detectó elementos ajenos al cuerpo natural del río.

En la parte concluyente, el Marn indicó que en época de lluvias es común que se arrastre materia orgánica hacia el cauce del río y advirtió que la mortandad pudo ocurrir porque «en los alrededores de la comunidad se encuentra un cultivo de palma africana destinado a la producción de palma de aceite en gran escala, y algunos pequeños cultivos de maíz».

Algunas comunidades, como Tezulutlán II y Esperancita del Río, dejaron de consumir el agua, puesto que el simple hecho de bañarse con ella les generaba granos en la piel.

«Cada vez que hay lluvias, la empresa (Industria Chiquibul) aprovecha a liberar desechos en el río, incluyendo desechos sanitarios de sus trabajadores. Nos damos cuenta porque cambia el olor del agua, hiede bastante y ya no se puede usar», asegura Ana María Yat, autoridad ancestral de la comunidad Esperancita del Río.

La contaminación se volvió a agravar en 2019, cuando comunitarios denunciaron por segunda ocasión la muerte de peces en el río y cambios de color en el agua.

En 2017, las comunidades presentaron una denuncia por la contaminación del río en contra de quien resultara responsable, pero la misma fue desestimada por el Ministerio Público (MP) a finales del año pasado. El argumento de la Fiscalía fue que, pese a las conclusiones del MARN, los estudios no determinaban con claridad cuál fue la causa de muerte de los peces.

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Los efectos de la palma

Cuestionada al respecto, Industria Chiquibul aseguró en un correo a Plaza Pública que cuenta con un «sofisticado proceso de tratamiento de aguas residuales» y que realiza dos análisis semestrales durante la época de lluvia y época seca para “mantener mejores controles».

Sin embargo, un estudio reciente del Instituto de Investigación en Ciencias Naturales y Tecnología (Iarna), denominado «Protección y respeto del derecho humano al agua y defensa de derechos ambientales en las Tierras Bajas del Norte de Guatemala», concluyó que los ríos ubicados en esta región en áreas con presencia de palma africana, o después de una plantación de palma (postpalma), mostraron «una peor calidad del agua que aquellos ríos ubicados donde hay bosque natural».

El análisis se realizó en seis puntos de la subcuenca del río San Román, que incluye a los ríos San Román Las Mercedes II, San Román Buenos Aires, San Román Tierra Negra I, río El Jute, río El Limón y río El Shuco.

Los ríos con la peor calidad de agua fueron San Román Buenos Aires y San Román Las Mercedes, los cuales se usan para lavar ropa, lavar trastos, bañarse y para consumo humano por parte de las comunidades. Ambos atraviesan plantaciones de palma africana y reportaron categorías pésimas y muy malas en los índices de medición, que refiere aguas extremadamente contaminadas.

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Además, en los ríos El Shuco y San Román Las Mercedes II se reportaron herbicidas y fungicidas en concentraciones que superan los límites establecidos por la Unión Europea en agua para consumo.
Según el estudio, todas las muestras que tuvieron presencia de pesticidas corresponden a usos de la tierra en palma y postpalma, no a territorios con presencia de bosques.

Entre los herbicidas detectados en estos ríos, según el estudio, está el 2,4-D, que se utiliza para el control de las malezas de hojas anchas y se emplea en diversos cultivos desde los años 40.

Según la Agencia Federal para Sustancias Tóxicas y el Registro de Enfermedades de EE. UU., no hay consensos en la comunidad científica sobre los efectos en la salud de este herbicida, aunque hay estudios que sugieren que, en trabajadores agrícolas, su exposición conlleva un mayor riesgo de cáncer en el sistema linfático.

Aunque algunas agencias aún no lo clasifican como cancerígeno por falta de información, otros entes como la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer han señalado la posibilidad de que el 2,4-D sí sea cancerígeno para seres humanos.

Plaza Pública compartió detalles de esta investigación al MP y le consultó a la oficina de Comunicación Social por qué, a pesar de los estudios que evidencian contaminación y los riesgos a la salud, no existen avances en las investigaciones. Sin embargo, al cierre de esta edición no hubo respuesta.

Todo cambió

En el último mapa de cobertura vegetal y uso de la tierra del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Alimentación (Maga), en 2020, Chisec y Sayaxché tenían 68,949 hectáreas de cultivo de palma, que es más de una tercera parte de todo el cultivo a nivel nacional.

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La extensión de tierra que ocupa la palma en esta región es tal que si una persona se posiciona en las partes altas de los caseríos vecinos, la mirada no alcanza a ver el fin de los cultivos de palma. Hasta el horizonte, una vasta mancha verde de este monocultivo destinado a la producción de aceite cubre los suelos.

Se trata de una expansión que, según atestiguan las comunidades, se ha hecho a costa de talar los bosques, contaminar los ríos y exterminar las especies que habitaban originalmente estos territorios.

«Cuando entramos a la comunidad en el año 93, el lugar era bonito. Había arroyos y agua. Ahora, ya todo se secó. Nuestras siembras y cultivos se están muriendo», dice Nicolás Sotz, guía espiritual de 72 años en Tezulutlán II, una comunidad rural en Sayaxché, Petén.

Para llegar a la vivienda de Sotz, primero se atraviesa la aldea rural Esperancita del Río, de Chisec, la cual muestra en su entrada un rótulo que advierte que en esa comunidad no se vende tierra a «personas extranjeras». Otro letrero anuncia que el río San Román es sujeto de derecho y que, al igual que las personas, tiene vida.

Para la población maya q’eqchi’, los bosques y el agua representan más que medios de producción. Los consideran sujetos de derecho al igual que las personas y tienen una relación de respeto con su entorno natural.

«El río significa vida para la comunidad. No podemos vivir sin agua, es la vida del pueblo y de la comunidad», insiste Sotz, mientras sostiene en la sala de su vivienda la vara que lo distingue como autoridad ancestral. Detrás suyo, como si lo refrendara al hablar, se encuentra un altar ceremonial, frente al cual pide todos los días que el agua no falte.

Esta relación con el entorno natural la explicaron las siete comunidades y caseríos en una petición de medidas cautelares que hicieron a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh) en 2020 para que se garantizara el derecho de acceso al agua y a la salud, y se les protegiera del riesgo de ser criminalizados.

La petición se hizo por medio de la Procuraduría de los Derechos Humanos, pero aseguran que al asumir el actual procurador, José Córdova, ya no se actualizó la información a la CIDH, según refirió el equipo legal que asistió a las comunidades. Esto impidió que se les otorgaran las medidas cautelares. La actual administración no respondió a las preguntas de Plaza Pública sobre por qué no se le dio seguimiento.

En 2020 el Maga reportó que Petén y Alta Verapaz contaban con 111,866.78 hectáreas de palma africana. Sin embargo, este ministerio comunicó que en total hay 210,650 hectáreas de tierra en ambos departamentos cuyas características son propicias para la expansión de este monocultivo. Esta extensión es casi el doble de la que ocupa la palma actualmente.

Diagnósticos como este motivan a los palmicultores a expandir sus siembras. Industrias Chiquibul, por ejemplo, reconoció que tiene previsto «un pequeño crecimiento orgánico», sin especificar cuánto, y aseguró que «antes de realizar algún cambio de tipo de suelo, se hacen análisis ambientales para determinar si el lote a sembrar pueda tener algún riesgo de deforestación».

Sin embargo, habitantes de las comunidades donde se siembra la palma vinculan a este cultivo con la destrucción de ríos y bosques. Y desde ya, advierten que no venderán sus tierras y que resistirán a la expansión del monocultivo.

Así lo anuncia Santiago Caal, autoridad ancestral, miembro del Movimiento de Comunidades en Defensa del Agua Qana’ Ch’och y uno de los denunciantes de la contaminación, parado frente al río San Román.

La razón que los motiva en su lucha es sencilla, dice.

«Nosotros defendemos al río, pero el río también nos defiende a nosotros dándonos vida».

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