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A cinco años de la represión, los crímenes de lesa humanidad siguen impunes en Nicaragua

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A cinco años de la represión, los crímenes de lesa humanidad siguen impunes en Nicaragua

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La Justicia no ha investigado ni condenado los 355 asesinatos —considerados crímenes de lesa humanidad por la ONU— ocurridos durante las protestas de 2018 contra Daniel Ortega. Este reportaje recoge el testimonio de ocho familias que comparten el dolor de haber perdido a sus seres queridos y la impotencia de ver que estas muertes continúan en la impunidad.

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«En tiempos de impunidad, hacer memoria es hacer justicia», dice Martha Lira, madre de Agustín Ezequiel Mendoza Lira, asesinado a sus 22 años el 14 de junio de 2018 durante la «Operación Limpieza», como le llamó el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo al desmontaje de los tranques instalados por la población en calles y carreteras durante las masivas protestas contra su gobierno. Agustín se involucró en las protestas en el municipio de Tipitapa (22 kilómetros al noreste de Managua, la capital de Nicaragua) al enterarse del asesinato de su compañero de banda, Richard Pavón Bermúdez, el 19 de abril del mismo año. Ese día, también fueron asesinados Darwin Manuel Urbina y el policía Hilton Rafael Manzanares.

Paradójicamente, la Asamblea Legislativa ha declarado el 19 de abril como «Día Nacional de la Paz», como si nada hubiera ocurrido. En respuesta, la organización Unidad Juvenil y Estudiantil reaccionó diciendo que «con balas no se alcanza la paz» y propuso establecerlo como «Día Nacional de la Memoria de las Víctimas de la Dictadura Sandinista».    

Del inicio de aquella salvaje represión de las fuerzas policiales y parapoliciales a la rebelión popular, que según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) dejó 355 muertos (la mayoría hombres menores de 35 años), se cumplen ahora cinco años. Este es un período de tiempo suficiente para que en cualquier país la Justicia haya investigado y encontrado a los culpables. Pero en Nicaragua eso no ha ocurrido ni siquiera con las 198 muertes oficialmente reconocidas por el Gobierno, incluyendo 23 policías.

A principios de marzo pasado, la Organización de Naciones Unidas (ONU) difundió un informe del Grupo de Expertos en Derechos Humanos para Nicaragua (GHREN) que concluye que el presidente Daniel Ortega y la vicepresidenta Rosario Murillo cometieron crímenes de lesa humanidad durante esos violentos meses de 2018. «El Grupo no tiene conocimiento de ninguna condena a policías o integrantes de grupos pro-Gobierno por las violaciones y abusos cometidos. Al contrario, varios altos cargos presuntamente involucrados en la represión fueron ascendidos», menciona el informe.

El Comisionado General Ramón Avellán, a cargo de la Operación Limpieza en el departamento de Masaya, es uno de los premiados por su lealtad a Ortega. Fue ascendido como Subdirector General de la Policía el 23 de agosto de 2018 e, igual que otros Comisionados que participaron en la represión, fue condecorado con la Orden Rigoberto López Pérez, el máximo reconocimiento policial. La Alcaldía de Masaya lo nombró su «hijo dilecto». La única sanción que ha recibido es la que le impuso Estados Unidos por graves violaciones a los derechos humanos.

El GHREN, cuya misión fue recientemente prorrogada dos años más por la ONU para seguir investigando los abusos en Nicaragua, añade en el informe que las autoridades sandinistas obstruyeron el esclarecimiento de estas muertes al manipular certificados de defunción y obligar a familiares de las víctimas a no solicitar autopsias y esos certificados.

Los asesinatos y la impunidad que duelen

Como muestra este reportaje colaborativo de LA PRENSA, Onda Local, República 18, Primer Orden y CONNECTAS, la búsqueda de la verdad, el acceso a la justicia y la denuncia pública ante estos crímenes de lesa humanidad en Nicaragua ha sido abanderada principalmente por las mujeres, organizadas en la Asociación Madres de Abril (AMA), creada en 2018 con el objetivo de unir y representar a las madres y familiares de las personas asesinadas por la represión estatal. Sus historias reflejan la lucha contra el olvido y son la expresión de resistencia para que el Estado asuma la responsabilidad de lo sucedido.                                                                               

Una de ellas es Martha Lira, una migrante nicaragüense que vive en Costa Rica desde hace 20 años. En abril de 2018, al enterarse de que su hijo Agustín se había integrado a las protestas contra Ortega, se sintió angustiada. Para calmar sus nervios, le hablaba por teléfono e intentaba persuadirlo de que se apartara. «Yo le dije en una ocasión: “¿Por qué usted se metió en eso?” Me dijo: “Madre, yo no puedo ser indiferente ante el dolor de muchas madres a las que le están matando a sus hijos”». 

Martha se sumó a la lista de nicaragüenses que viven el dolor de haber perdido a un hijo en 2018. «Es doloroso que no hayamos recibido justicia», lamenta.

Ese dolor también lo viven Carlos Pavón y María Bermúdez, padre y madre de Richard Pavón, de 17 años, el primer asesinado durante las protestas. Según el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), creado por la Organización de Estados Americanos (OEA) para investigar los crímenes ocurridos entre el 18 de abril y el 30 de mayo de 2018, la tarde del 19 de abril de 2018, entre las 18:00 y las 19:30, Richard recibió varios impactos por arma de fuego a pocos metros de la Alcaldía de Tipitapa.

«Según el dictamen médico legal post-mortem, los proyectiles ingresaron por su espalda y fueron producto de un disparo realizado con un arma de múltiples cargas (escopeta). La información disponible indica que el ataque pudo provenir del personal del Cuerpo de Protección Física (CPF) de la Alcaldía», señala el GIEI, que en su informe concluyó que la mayor letalidad durante aquella crisis estuvo asociada a las dos primeras etapas: la represión de las protestas y la ejecución de la Operación Limpieza. El 70% de las personas fallecieron como consecuencia del impacto de bala en cráneo, cuello y tórax, como es el caso de Richard Pavón. 

Su madre llora cada vez que habla de su muerte y ante la impotencia de saber que el asesino anda libre. «La Policía sabe quién lo asesinó y se burlan de nosotros», dice María. El padre de Richard menciona que, durante estos cinco años, él y su esposa han sido víctimas de asedio policial como estacionar patrullas al lado de la casa por demandar justicia. A pesar de esto, dice que no desistirá en su exigencia de justicia, aunque sea a través de los medios de comunicación y las redes sociales porque las instituciones de Nicaragua les cerraron las puertas desde el primer momento.

«El jefe de la Policía fue directo y nos dijo que no iban a tomar la denuncia», dice Carlos. Tampoco la Fiscalía les dio respuesta y la denuncia no procedió, agrega su esposa. «Ellos tienen todas las pruebas de donde provinieron los disparos, pero como (el supuesto asesino) es un trabajador de la Alcaldía, no le hacen nada».

A Azucena López, natural del barrio indígena de Monimbó, Masaya, no sólo le mataron a su hijo Erick Antonio Jiménez López; también le cercenaron el derecho de velarlo en paz, vivir su duelo en Nicaragua en compañía de sus amistades, familiares y vecinos. Y,hasta la fecha, el acceso a la justicia ha sido imposible.

La opaca llama de una veladora y el sonido de morteros en medio de la abrumadora oscuridad cobijaron el velorio clandestino con el que Azucena tuvo que despedir a su hijo. Él tenía 34 años cuando una bala le arrebató la vida en un abrir y cerrar de ojos el 17 de julio de 2018, durante la Operación Limpieza en Masaya, 31 kilómetros al suroeste de Managua.

«Él me mandó un audio donde me decía que ya estaba tomado Masaya, que él no había ido a trabajar porque ya estaba rodeado. Entonces yo le dije que se metiera a la casa, que no saliera. Entonces él me dijo: “Oí cómo se oyen las ráfagas de disparos” (en el audio se oían), como que era una guerra. Entonces yo le dije: “No salgas, por favor, cuídate”». Azucena reproduce fielmente aquel último diálogo con su hijo como si hubiera ocurrido ayer.

Sabe que no logró evitar que su hijo sintiera impotencia al ver cómo otros jóvenes y adolescentes de su barrio eran acribillados. «Él salió en defensa de los que estaban a 100 metros de la casa, había una trinchera donde él siempre iba a estar ahí con otros. Yo hablé con él a las 8:30 de la noche, esa fue la última vez. Y a las 9:00 me estaban dando la información de que mi hijo había sido asesinado», recuerda.

Casi cinco años después, el dolor lo conserva intacto: «Es como si ahorita mismo lo estoy viviendo. Velar a mi hijo con una candela, a puertas cerradas, en la oscuridad… Al día siguiente íbamos solo mujeres al sepelio, no podían ir muchachos porque los podían matar». Después de enterrar a su hijo, vinieron las amenazas verbales. Azucena tuvo que salir de Nicaragua, su país, donde tiene prohibido regresar.

Ella y su familia, igual que Carlos y María, han sido víctimas de las represalias de Daniel Ortega por demandar justicia por los asesinatos de sus hijos. «Siempre hemos estado asediados. Llegaban a la casa, se paraba la camioneta (de la Policía) al frente. A mi hermana la han seguido porque ella fue una de las que levantó el cuerpo de mi hijo, siempre ha sido perseguida por paramilitares», denuncia.

Azucena tiene el consuelo de saber dónde está enterrado su hijo, pero lamenta no poder llevarle flores. En el exilio, ha encontrado una razón simbólica que la hace sentirse cerca de él: «A mi hijo le encantaban los perros y me regalaron una perrita que se llama Kira, es del mismo color del perrito que él tenía».

En medio del recuerdo de aquella mascota que tanto adoraba Erick, su madre asegura que sabe quiénes lo mataron. Y acusa: «Él (Ortega) les dio amnistía. El asesinato de mi hijo ha quedado impune».

La amnistía a la que se refiere Azucena fue aprobada en 2019 por la Asamblea Legislativa nicaragüense, la cual es controlada por Daniel Ortega. El artículo 1 establece: «Concédase amplia amnistía a todas las personas que han participado en los sucesos acaecidos en todo el territorio nacional a partir del 18 de abril de 2018 hasta la fecha de entrada en vigencia de la presente Ley».

La Ley de Amnistía que entró en vigor el 10 de junio de 2019 enterró toda posibilidad de acceso a la justicia para las víctimas de la represión de 2018. Incluye a las personas que no han sido investigadas, que se encuentran en procesos de investigación, en procesos penales para determinar responsabilidad y en cumplimiento de ejecución de sentencias. «Las autoridades competentes no iniciarán procesos de investigación, deberán cerrar los procesos administrativos iniciados y los procesos penales para determinar responsabilidad, así como la ejecución de sentencias», dice la Ley.

A través de ella, 106 personas presas políticas fueron puestas en libertad; otras 386 salieron de las cárceles bajo el régimen de convivencia familiar (casa por cárcel) para un total de 492 reos políticos excarcelados, según una investigación realizada por CONNECTAS y Onda Local.

El Director General de la Policía de Nicaragua, Francisco Díaz, quien es consuegro de Daniel Ortega y Rosario Murillo, ha sostenido que la Policía jamás atacó a nadie, sino que hizo «uso legítimo de la fuerza» para garantizar la vida, integridad física y bienes de las personas, familias y comunidades. «A partir del 19 de abril (de 2018), grupos terroristas intentaron un golpe de Estado, destruyendo la paz que durante más de 11 años habíamos disfrutado, cometiendo crímenes horrendos, abominables», acusó Díaz, que reconoció 198 fallecidos en el contexto de las protestas y 900 policías lesionados.

Vivir la ausencia de un hijo

Candelaria Díaz nunca olvidará el 30 de mayo de 2018, Día de la Madre en Nicaragua. Fue cuando recibió la peor noticia para una madre: su hijo Carlos Manuel Díaz había sido asesinado en Monimbó, Masaya. Una bala en el pecho le arrebató la vida al joven de 28 años, quien dejó dos hijas huérfanas. La menor tenía dos meses y medio cuando lo mataron; la mayor había cumplido seis años, precisamente el 18 de abril de 2018. 

Aquel 30 de mayo, el régimen de Daniel Ortega reprimió las manifestaciones en varios municipios de Nicaragua. En Managua, durante la denominada madre de todas las marchas, fueron asesinados 19 manifestantes, según contabiliza la CIDH.

Carlos Manuel trabajaba en una zona franca en el municipio de Nindirí, en el departamento de Masaya. Llamó por la tarde a su mamá y le dijo que llegaría a verla en la noche. Pero no pudo cumplir su promesa. «Cada aniversario de su muerte es terrible. Yo tengo que sobrevivir con la ausencia de él cada día», cuenta Candelaria. «Yo tengo la fe de que un día mi Nicaragua será libre y que lograremos lo que todas las madres de los asesinados queremos: justicia», agrega la mujer, hoy exiliada en Costa Rica.

Ella ha denunciado el crimen de su hijo ante la CIDH y otras organizaciones de derechos humanos, tanto en Nicaragua como en Costa Rica. «Yo les he dicho a estos organismos que el tema que me gustaría que tratáramos a fondo es el de la justicia transicional, porque yo lo que pido por mi hijo es la justicia, es la no impunidad», dice.

Cuando mataron a su hijo en 2018, Díaz fue hasta el Ministerio Público de Nicaragua para denunciar lo ocurrido. Le dijeron que no podían hacer nada. «Esa fue la contestación que nos dieron en la Fiscalía, porque Daniel Ortega supuestamente dijo que esos crímenes no tenían validez», recuerda.

Candelaria dice que no tiene confianza en las instituciones de Nicaragua, pero que va a llegar «hasta las últimas consecuencias para que se haga justicia. Siempre he dicho que si en una ocasión me llegan a poner a Ortega en mi cara, frente a frente, le diría que es el asesino de mi hijo, que él y toda su familia me arrancaron la mitad de mi corazón».

Yader Parajón, de 32 años, también ha sufrido en carne propia la represión del régimen de Ortega y Murillo: tras el asesinato de su hermano Jimmy en 2018, fue encarcelado dos veces por demandar justicia. Él forma parte del grupo de 222 personas que fueron excarceladas el pasado 9 de febrero de 2023, a las que el Gobierno les quitó la nacionalidad nicaragüense y desterró hacia Estados Unidos.

El hermano de Yader fue asesinado el 11 de mayo de 2018 durante un ataque policial y paramilitar a la extinta Universidad Politécnica (Upoli), ubicada en Managua. A Yader le tocó ir al Hospital Metropolitano Vivian Pellas para reconocer el cadáver de su hermano, y posteriormente, darle la noticia a su padre, Miguel.

Desde Miami, Estados Unidos, Yader dice hoy que aunque estos cinco años han estado llenos de «incertidumbre, asedio e impotencia», les sostiene la resistencia familiar y la convicción de que algún día habrá justicia por el crimen de Jimmy. «Esa convicción nos hace reflexionar que no puede quedar impune su asesinato. Acá seguiremos luchando por su memoria y la de los otros, porque Nicaragua merece memoria y paz», indica.

Pese a todo lo que han sufrido en su familia, Yader y su padre dicen no tener odio ni rencor contra Ortega y Murillo. «Espero que enfrenten la justicia. Y si estuviera en mis manos les aseguraría el respeto a sus derechos humanos, a un debido proceso judicial», dice Yader, quien estuvo preso por primera vez del 15 al 22 de abril de 2019. Su segunda detención se dio el sábado 4 de septiembre de 2021, cuando pretendía viajar por tierra hacia El Salvador.

«En esa ocasión fui detenido en las oficinas de Migración del Guasaule —occidente de Nicaragua—. Luego me trasladaron a la estación de Somotillo, donde recibí golpes y tortura psicológica. Después a la Estación III en Managua; y por último terminé en El Chipote», narra en referencia a la cárcel donde estuvieron detenidos los presos políticos más célebres antes de la masiva liberación del 9 de febrero de este año.

«Ya vine, mi amor, ¿cómo estás?». Para Raquel Cerda, esa cotidiana frase levanta una bruma de recuerdos. Era lo que su hijo le decía cuando llegaba de la universidad. Ahora, es lo que ella le dice a los retratos del joven cada vez que llega a casa. Jarod Ramírez Cerda, de 18 años, fue asesinado el 21 de junio del 2018 cuando paramilitares entraron a su habitación a la medianoche y le dispararon. Raquel presenció todo y desde ese día, su vida ya no es igual. Vive por vivirla.

El asesinato de Jarod, como todos los otros producidos en esos meses de salvaje represión de 2018, no ha sido investigado. Raquel sigue esperando respuestas. A pesar de que las autoridades le dijeron que “el caso está engavetado”, ella no cesa en su demanda de justicia. «Me dijeron: “No, como en ese tiempo había muchos ladrones en la calle y usted no se identificó, no podemos hacer nada”, y el caso así se quedó. Me lo cerraron», relata.

Cinco años atrás, la noche del 21 de junio, Jarod estaba terminando tareas que debía entregar a la universidad. Un primo de él estaba en el portón de su casa fumándose un cigarrillo, cuando de repente dos desconocidos entraron a su vivienda y, tras recriminarle su participación en las marchas, le dispararon.

«Andaban con capucha (pasamontañas). Uno tenía una pistola y otro, un rifle. Yo me puse delante de él, pero cuando iba a disparar, mi hijo me empujó. Entonces le dijo: “Te dije que te iba a matar, hijueputa” y le disparó en el ombligo. Luego, cuando estaba en el suelo, le volvió a repetir esas palabras y le disparó otra vez. Mi hijo lo único que dijo fue: “Perdóname, señor”, y se quedó viendo para arriba», relata Raquel, sin poder contener el llanto.

Tras lo sucedido, Jarod fue llevado a la Cruz Roja, donde le negaron ayuda. Posteriormente, lo trasladaron al hospital, pero no alcanzó a llegar con vida.

Raquel dice que la impunidad solo aumenta su sufrimiento y que no tendrá paz mientras los responsables por la muerte de su hijo anden libres. «Todos los meses voy al cementerio. Le digo a mi hijo todo lo que he pasado, que me hace falta, porque la relación que teníamos era muy especial».

Álvaro, el niño mártir

El 20 de abril de 2018 pintaba ser un día rutinario para Lizeth Dávila y Álvaro Conrado. Se fueron a trabajar con la certeza de que su hijo, Álvaro Conrado Dávila, de 15 años, se quedaba en casa con sus dos hermanas. El adolescente les avisó que saldría un momento y que regresaría pronto; pero «ese regreso fue en un ataúd», dice hoy Lizeth.   

Su «pecado» fue haber asistido a los predios de la Universidad de Ingeniería (UNI) en Managua a dejar agua a quienes se manifestaban. «Él tenía un dinerito que nosotros le habíamos dado para su cumpleaños. Y con eso él se fue a comprar agua para los muchachos, a entregárselas como una forma de ayuda», recuerda.

El «niño mártir», como se le conoce en Nicaragua, fue alcanzado por una bala que le entró por la garganta. Alvarito fue asistido por el grupo de manifestantes, quienes con desesperación pedían una ambulancia. «Me duele respirar», les decía Álvaro, inmortalizando una frase que ha dado la vuelta al mundo a través de YouTube. Lo trasladaron al hospital Cruz Azul de Managua, donde le negaron la atención médica de urgencia, a pesar de que cada segundo que pasaba era crucial para salvarle la vida. Finalmente lo llevaron al Hospital Bautista, pero ya era demasiado tarde.

«Él estaba en el quirófano. Los médicos estaban haciendo todo por salvarle la vida, pero me dijeron que había perdido mucha sangre por la falta de atención en los primeros minutos que fue herido. A las 4:15 de la tarde salió el doctor y nos dijo que lamentablemente no pudieron hacer nada», rememora su madre.

Lizeth dice que la Policía le impidió velar a su hijo en la casa, por lo que tuvo que hacerlo donde su abuela paterna. El 21 de abril le hicieron una misa de cuerpo presente en una iglesia ubicada al lado del Colegio Loyola, donde él cursaba su cuarto año de secundaria.

Álvaro Manuel Conrado, el papá del niño mártir, murió a causa de un infarto el 28 de enero de este año sin ver cumplido su anhelo de justicia. Lizeth dice que ahora vive un doble duelo. «Desde el día número uno comenzamos a denunciar, a buscar la justicia dentro del país. Pero al final nos dimos cuenta de que ahí todo estaba totalmente en manos de Ortega y que no había ninguna posibilidad de encontrar justicia. Fuimos a interponer la denuncia en la Fiscalía. La señora que nos la estaba recibiendo me dijo que “nadie había matado a nadie” y que “nadie andaba armado”. Yo le digo: “A mi hijo me lo asesinaron”. Me dio coraje, impotencia», cuenta la mujer desde su exilio en Ginebra, Suiza.

«Ese dolor no se va a pasar nunca, la vida se ha encargado de darme tantos golpes. También perdimos a Álvaro papá, luchó conmigo para encontrar la justicia que anhelamos. Tristemente me dejó sola, se fue primero. La vida me ha golpeado un montón, no me ha dejado levantarme», sostiene Lizeth.

El asesinato de Álvaro Conrado Dávila, igual que los otros 354, ha quedado en la impunidad debido al control absoluto que ejercen Daniel Ortega y Rosario Murillo sobre todas las instituciones y poderes del Estado en Nicaragua.

El Departamento de Estado de Estados Unidos ha señalado que Ortega «no tomó medidas para identificar, investigar, enjuiciar o castigar» a los funcionarios que cometieron abusos contra los derechos humanos, incluidos los responsables de al menos 355 asesinatos; más bien —indica el reporte— «reforzó la impunidad de los violadores de derechos humanos que le fueron leales».

La exigencia de justicia y fin de la impunidad provocó que la familia Conrado Dávila se convirtiera en víctima de la represión y además, de la persecución estatal. «A mí me llegaron a amenazar con matarme. A la casa llegaba la Policía, a mi hermano le quemaron su carro cuando estábamos poniendo la denuncia en la Fiscalía. Cuando quisimos ir a interponer la denuncia ante el Cenidh —Centro Nicaragüense de Derechos Humanos— la Policía no nos dejaba pasar... Aparte de que asesinaron a mi hijo, nos querían callar», comenta Lizeth.

La madre de Alvarito está clara de que mientras Daniel Ortega y Rosario Murillo estén en el poder, no verán la justicia. Por eso, ha recurrido ante los mecanismos de denuncia internacional para que en un día, no muy lejano —dice— la pareja presidencial y sus funcionarios sean enjuiciados bajo el principio de la Jurisdicción Universal.

De hecho, en la justicia argentina ya radican al menos tres denuncias contra Ortega y su círculo con el fin de iniciar una investigación penal por los crímenes de lesa humanidad cometidos en 2018.

«Como madre anhelo tanto ver la justicia, ver a los culpables pagar porque arrebataron la vida de mi hijo, le quitaron sus sueños, nos destruyeron la vida. Y eso no es justo», asevera Lizeth. Cuando pueda poner un pie en territorio nicaragüense lo primero que quiere hacer es abrazar a su mamá e ir al cementerio a dejarles flores a las tumbas donde descansan los restos de Alvarito y su padre.

Limpiar evidencias

«Sandino tenía un sueño, les aseguro que no era este». Ese fue el último mensaje que escribió en Facebook Franco Alexander Valdivia Machado. La tarde del 20 de abril de 2018, se sumó a una marcha en el municipio de Estelí, norte de Nicaragua. Su madre, Francisca Machado, trató de evitar que se fuera. «Eso era imposible porque el día anterior estuve hablando con él. Lo que me respondió fue: “Tenemos derechos y debemos reclamarlos, y si se hace por medio de una marcha, hay que hacerlo”».

La manifestación fue reprimida por la Policía y civiles armados. Franco fue asesinado en el parque central de Estelí. Su cuerpo fue arrastrado y la sangre quedó regada en la calle. Minutos antes de su asesinato, se había publicado en redes sociales un video de él denunciando la represión. «Desde jóvenes hasta personas de la tercera edad andábamos en la marcha de manera pacífica y ellos empezaron aventando bomba a todos nosotros», dice Franco, mientras muestra casquillos de bala.

La madrugada del 21 de abril, Francisca recibió una llamada de su nuera avisándole que habían matado a Franco. El joven cursaba el tercer año de la carrera de Derecho, era compositor y cantante de rap, y árbitro de béisbol y softball. Además, trabajaba como ayudante de carpintería para pagar sus estudios.

Según información del GIEI, el reclamo de Franco por el uso desproporcionado de la fuerza contra «jóvenes hasta personas de la tercera edad» que estaban manifestándose en forma pacífica fue registrado por los medios de prensa, mientras exhibía en sus manos los proyectiles con los que les habían disparado. Poco después, aproximadamente a las 9:00 de la noche, recibió un disparo de arma de fuego en la cabeza que provocó su muerte.

La información disponible, incluyendo registros audiovisuales, indica que el disparo habría sido efectuado desde el propio recinto de la Alcaldía. Su cuerpo sin vida fue maltratado y arrastrado por los agresores, para ser luego abandonado en el Hospital San Juan de Dios de Estelí a las 10:30 de la noche. Al día siguiente fue limpiada la escena del crimen, ocultando pruebas fundamentales para avanzar en la investigación e individualizar a los culpables”, señala el GIEI.

En este video, publicado por el GIEI, se observa a partir del 00:03:58 el momento en que el cuerpo de Franco es arrastrado. Aunque las manchas de sangre de Franco fueron borradas del parque, en las redes sociales quedó todo registrado. «Así como tienen limpio el parque central de Estelí, así quieren limpiar todos sus crímenes», escribió en Facebook Francisca Machado el 20 de septiembre de 2022.

A Franco «lo asesinaron tres veces», dice su mamá. La primera con el disparo, la segunda cuando lo arrastraron y la tercera cuando ella pidió exhumar su cadáver para realizarle una autopsia, sin tener resultados.

La impunidad que ha prevalecido en este y los demás casos ha sido condenada por varias organizaciones de derechos humanos. La CIDH, por ejemplo, ha señalado la falta de voluntad política del Gobierno de Nicaragua para investigar y sancionar a los responsables de estos hechos. Además, ha instado a las autoridades a tomar medidas concretas para garantizar el derecho a la justicia y reparación de las víctimas.

El 27 de abril de 2018, la Asamblea Legislativa de Nicaragua conformó la Comisión de la Verdad, Justicia y Paz (CVJP) con el objetivo de “conocer, analizar y esclarecer la verdad” de los sucesos acontecidos en el país desde el 18 de abril del 2018. Esta Comisión fue integrada por «personalidades nicaragüenses» que tienen en común un pasado y un presente ligado al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), lo que puso en tela de juicio la «credibilidad» que debe caracterizar a una comisión de ese nivel. Estas son: la exdiputada del Frente Sandinista Mirna Cunningham, el sacerdote Uriel Molina Oliú, el magistrado del cuestionando Consejo Supremo Electoral Cairo Amador, el exsubprocurador de los derechos humanos Adolfo Jarquín y el catedrático Jaime Francisco López.

En su cuarto y último informe, publicado el 15 de julio de 2019, la CVJP reconoció 251 personas fallecidas, 2264 lesionadas y 927 detenidas en el contexto de las protestas. Aun así, ninguna de estas víctimas ha recibido justicia.

El informe, en línea con el discurso del oficialismo (lo cual demuestra que no tenía independencia), concluyó que «el Gobierno conservó y defendió el orden Constitucional, ante el intento fallido de Golpe de Estado». Y que «las Instituciones del Estado preservaron la paz y la estabilidad de la Nación y actuaron conforme la Constitución y las Leyes». Asimismo, señaló que los informes de los organismos de los Derechos Humanos nacionales e internacionales «se estructuraron en base a información no verificada, careciendo de objetividad e imparcialidad».

Para el abogado nicaragüense Uriel Pineda, a quien el régimen de Ortega despojó de la nacionalidad nicaragüense, lo que sucede hoy en Nicaragua es que la institucionalidad democrática fue incapaz de contener la represión y garantizar el derecho de acceso a la justicia de las víctimas.

A su criterio, al haber un colapso de las instancias de justicia, es necesario activar los mecanismos de protección de derechos humanos internacionales, pero en el caso de Nicaragua estos no han funcionado como deberían. «Estos procedimientos están diseñados para Estados con valores democráticos vigentes. En un país democrático, la violación de derechos humanos tiene un costo político. Pero en Nicaragua está secuestrada la democracia y las elecciones no son un medio para cambiar el rumbo del país», destacó.

A pesar de este ambiente de impunidad, las madres de los jóvenes asesinados por las balas policiales y parapoliciales en 2018 tienen la determinación de que no se rendirán hasta que haya justicia y reparación. Dicen que el camino es largo, pero no imposible.

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