Pero hay una diferencia.
Los gobernantes del ‘pink tide’ latinoamericano han sufrido un proceso. Han partido siendo reformadores radicales, atravesado graves crisis y logrado grandes triunfos; todo ello para aterrizar en lo que son ahora: gobernantes más o menos populares, ubicados en un punto medio entre las fuerzas que impulsan y las que detienen el cambio social.
Martín IronY –el euskerra de la pampa que ha hecho de esta plaza casi que su casa (robando esta rima a Rosa Tock)– lo decía bien en un comentario:
“…Pero sucede también (refiriéndose a la represión) donde la pseudoizquierda se apodera de la democracia: en Venezuela por ejemplo (y en Argentina en menor medida): el gobernante de turno se vuelve odioso también y alimenta el odio y la polarización solo para mantenerse en el poder (porque JAMAS soluciona la injusticia social, sino que la explota)”.
Como con todas las cosas, el tiempo suele ir borrando la diferencia entre la izquierda y la derecha, o al menos entre sus expresiones concretas. Hace unos días, Cristina Kirchner reclamaba al candidato de su partido que resolviera una disputa sindical en la provincia de Buenos Aires. Lo hacía en términos duros:
“No se puede estar únicamente para la sonrisa, también hay que estar para la responsabilidad”.
¿No es eso bastante parecido a lo que diría, digamos, Otto Pérez Molina?
¿No es la política económica del FMLN hoy en el gobierno igual a la de ARENA en los noventas –por el énfasis en la inversión y el empleo?
Pues, sí. Al final, quizá toda revolución esté condenada a decepcionarnos y a mostrarnos eventualmente que sus dirigentes se convierten en aquello que salieron a combatir. ¿No trataba de eso “La Rebelión en la Granja”?
Sí, pero tampoco completamente. Ése es el truco. En la campaña electoral de 1997, ya advertía Tony Blair: “Su última arma, lo último que tienen los Tories, es el cinismo. Su última arma es decir que todos los políticos son iguales, que no importa por quién votes”.
Y sí importa. A Tony Blair nadie podrá regatearle lo que hizo con el servicio de salud, ni se pueden negar los avances de Sudamérica con el ‘pink tide’. Eventualmente, los boligarcas se casarán con los oligarcas tradicionales y se harán indistintos de ellos, pero dejan tras de sí una Venezuela que es el país más igualitario de América Latina. También Cristina Fernández dejará una Argentina muy superior a la que recibiera su esposo en 2003, aún si para ese momento ya se haya convertido –como Luis Felipe de Orléans– completamente en pera.
Fuente: Wikipedia
Quizás es que las revoluciones son como estrellas fugaces o como la luz que tiran las luciérnagas. Son hijas de su tiempo, cumplen una función y luego, se apagan. Tiempo después aparece otra, pero es diferente.
Por eso, con mucha razón le respondían así a Fritz Thomas, a propósito de su artículo del 15 de mayo pasado: “yo a la izquierda la pienso, no me la como”. Cuando la izquierda abandona su lugar en la imaginación y los ideales para aterrizar en el mundo de lo concreto, ya va camino de su fin, pero logra transformaciones. Y eventualmente, cuando ha agotado todo su poder transformador, se mimetiza con la derecha. Se transforma en el villano.
Los cambios constitucionales que ocurrieran en América del Sur –y que abrieran a varios mandatarios el camino a la reelección– son hijos de su época. Sólo fueron posibles en medio de la euforia de transformaciones históricas en sus países.
Como el paso de la estrella fugaz o la luz de la luciérnaga, estas transformaciones eventualmente se agotarán, es cierto. El héroe se convertirá en villano. Y el ciclo empezará de nuevo.
Pero si Pérez Molina –a quien no dejo de reconocerle algunos logros– quiere imitar ese proceso, olvida una cosa. Para transformarse en villano, hay que haber sido el héroe alguna vez.
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