Tras la efímera anexión a México, Guatemala formó parte de Centroamérica –primero dentro de la Federación de las Provincias Unidas del Centro de América y luego dentro de la República Federal de Centro América. La unión duró 16 años, durante los cuales dominaron liberales como Mariano Gálvez y Francisco Morazán, que intentaron –con más idealismo que sustento- replicar aquí las instituciones democráticas y republicanas de Estados Unidos. Ya desde antes del colapso final de la unión en 1839, sus errores habían hecho perder el poder a los liberales. En 1838, Rafael Carrera capitalizó el descontento en un levantamiento campesino y se hizo con el poder. Lo retuvo hasta su muerte en 1865 y su sucesor Vicente Cerna extendería su legado 6 años más, hasta la Revolución de 1871.
Hacinado su legado entre quienes lo consideran un modernizador y los que lo recuerdan como el destructor del sistema de propiedad comunal indígena, Justo Rufino Barrios se volvería referente para sus sucesores, quienes tras la llegada al poder de Manuel Estrada Cabrera en 1898, sin embargo, ondearían una bandera cada vez más irreconociblemente liberal. Más liberales serían quienes sucederían al dictador en 1920, inaugurando la primera etapa reformista del siglo XX, etapa que concluiría con la victoria democrática de Ubico en 1931 y su reedición de 13 años de la variante cabrerista del liberalismo. Luego, Revolución y 10 años de reformismo más intenso, seguidos de 7 del intento nacionalista de la Liberación y el Golpe de Estado de 1963. La democracia militar seguiría –con sus elecciones no tan libres ni siempre tan transparentes- hasta el Golpe de Estado de 1982. La etapa más dura del conflicto armado terminaría con la transición a la democracia en 1986, una democracia donde el ejército continuaría tutelando el poder hasta los Acuerdos de Paz en 1996.
¿A qué viene todo esto? Si se observa con detenimiento, no es difícil concluir que el sistema político guatemalteco experimenta agotamiento y cambios importantes, en promedio, cada 15 años. Cambios éstos –en las reglas del juego o en la repartición de poder- que ameritan reclasificar la era política que se vive, agregando al diccionario un nuevo ismo. Y, si hacemos las cuentas, la era política que inició con los Acuerdos de Paz ya lleva 17 años. En términos políticos, entonces, la era que vivimos y su particular manera de hacer las cosas ya tiene bastantes canas. ¿O habrá terminado ya el año pasado con el juicio por genocidio?
Aunque al igual que Martín Rodríguez, yo también pienso que la firma de los Acuerdos de Paz valió la pena –y mucho- también pienso que al cambio no hay que cerrarle la puerta. La era de los Acuerdos de Paz –que no es lo mismo que la Paz que no debe perderse nunca- trajo a Guatemala muchos beneficios. Se acabó el conflicto armado y se reincorporó a la vida nacional un gran bloque de población de todos los sustratos sociales que había estado en la clandestinidad o en el exilio. Se abrió una puerta para la izquierda democrática y, durante los gobiernos de Arzú y Colom, se dieron pasos importantes para mejorar la inversión social. Sumado esto a que durante todo este tiempo, hemos evitado una crisis macroeconómica y han florecido varios sectores.
Del otro lado de la moneda, sin embargo, lo que este período político quedará debiéndole a la historia –y lo que me parece que es causa de su inevitable final- es la falta de una transparente competencia de ideas. Lo cual es natural. Siendo el primer período después de un brutal enfrentamiento, es normal que la noción de “competencia de ideas” despertara más temores que esperanzas. Pero dado que no se puede huir de la política aún si uno huye de ella, dicha competencia optó por echarse encima una gruesa capa de maquillaje o jugarse debajo de la mesa.
Y es esa forma de hacer las cosas la que está resquebrajándose y tiene a los analistas políticos con los pelos de punta. Porque por un lado, es cada vez más difícil reducir las elecciones que tenemos enfrente a criterios solamente técnicos o académicos -¿Qué modelo econométrico podría por sí solo decirnos qué hacer con el modelo de desarrollo o con nuestro sistema de justicia?- Y por otro, el resolver las diferencias políticas con tratos bajo la mesa ha dado lugar al surgimiento de una élite corrupta que amenaza con volverse la principal del país.
Así que hay espacio para mejorar. Sin abandonar la certeza de que el extremismo no nos llevará a ninguna parte, los guatemaltecos podemos darle la bienvenida a una era con una competencia de ideas mayor a la que nunca hemos visto. Que las estrellas mediáticas del país sean ahora medios como Nómada, Plaza Pública, Contrapoder y RepúblicaGT –medios que no huyen de la transparencia editorial- es una señal que anticipa un similar proceso de transparencia de los partidos políticos y las organizaciones de la sociedad civil. La arena partidaria, naturalmente, será el último eslabón de la cadena, pues es ahí donde se deciden las cosas y donde un resbalón en el proceso tendría las consecuencias más graves. Pero incluso aquí ya hay varias iniciativas moviéndose, posicionándose de cara a un futuro de mayor transparencia democrática.
Además, tanto conservadores como progresistas muestran cierta hambre por expandirse a sectores que tradicionalmente les han sido ajenos. Si la primera movida en este nuevo juego la dan unos u otros, no debería quitarnos tanto el sueño, pues lo más normal es que una siga a la otra. Pero para que el juego resulte al final en el mayor beneficio posible para todos, sí deberíamos prestar atención a las barreras de acceso al poder, pues como aclara la evidencia experimental, en Política tampoco parece aplicar sin problemas el Teorema de Coase.
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