El buen "business"

No aprobar una “prueba de fuego” es frecuentemente una condena a muerte, políticamente hablando. Significa un boleto a la marginalidad, a ser perpetua minoría o a ser universalmente descartado como una figura irrelevante.

El péndulo de la Historia se balancea entre períodos donde estas pruebas son densas y otros donde son ligeras. Cuando la corrección política comienza a sofocar, las aflojamos. Cuando  el propósito común comienza a desquebrajarse, las apretamos. Ello, en un zigzag que sólo parece ordenado en retrospectiva.

Irónicamente, una de las pruebas de fuego más sólidamente establecidas por la sociedad actual –una que condiciona cualquier viabilidad política o respeto académico al que se aspire– es una que exige una respuesta ambigua, necesariamente matizada.

¿Es bueno hacer negocios? Sí y no. Nadie va aceptar aquí una respuesta tajante, una que no pase por distinguir dos categorías: el “buen empresario” y el “mal empresario”. Sin embargo, la ambigüedad es un animal difícil de montar y por ello, esta prueba de fuego es tan dura como poco específica. De ahí que se pueda navegar con gran libertad en el inmenso mar de posibilidades que abre la indefinición sobre exactamente qué distingue al buen empresario del malo.

Para la derecha más pura, el “mal empresario” es el buscador de rentas. Es el que obtiene sus ingresos a través de favores políticos y privilegios. Es el financista de campaña que se convierte en contratista de obra pública o el productor local protegido por aranceles. Es el que le hace mala fama al gremio, el indefendible, el que es tolerado sólo por necesidad política.

A partir de esta definición primaria, el tour ideológico va arrojando criterios adicionales conforme se hacen más heterogéneos los lentes con que se mira al mundo. El “mal empresario” puede ser también, por ejemplo, el beneficiario de monopolios naturales no regulados. O puede ser también el que forma carteles y limita la competencia, el que no cumple con su cuota de responsabilidad social, etc.

Sin embargo, hay un criterio que también podría usarse para aclarar la diferencia, menos discutido. A los empresarios también se les podría distinguir con base en su propia lógica de negocios. Por un lado, estarían los que actúan con una lógica económica –aquéllos que buscan maximizar sus ganancias reales y son flexibles con todo lo demás– y, por el otro, estarían los que actúan con una lógica política –aquellos que, por el contrario, están dispuestos a sacrificar ganancias con tal de mantener un sentido de control o una cierta estructura social, tanto dentro de su negocio como en el entorno social más amplio donde actúan.

Abstracción pura. Pero recuerdo dos ejemplos recientes que ilustran el concepto en toda su materialidad.

Hará unos dos años que supe de un negocio muy exitoso que subió tan rápidamente como luego desapareció. Se trataba de una venta de productos de consumo. El negocio tenía una agente estrella, responsable de gran parte de las ventas en crecimiento exponencial. La relación simbiótica entre ella y el propietario marchó bien por varios años: ella aportaba las ventas y recibía a cambio jugosas comisiones y autonomía administrativa. Las cosas funcionaron hasta que el propietario comenzó a resentir la pérdida de influencia sobre su negocio.  Vinieron los pleitos entre él y la agente por cualquier tontería que antes pasaba desapercibida: la factura del restaurante muy cara, las llamadas telefónicas muy largas, el porcentaje de descuento a X cliente… Al final, la relación quebró y con ella el negocio.

Claro que alguna razón tenía el propietario si pensaba que la anarquía podía acabar echándole por tierra la firma. Su agente estrella, por ejemplo, podía estar ocultándole información importante y podría tener entre sus planes independizarse, llevándose consigo a sus mejores clientes. Pero, al final, de todas maneras acabó perdiendo el negocio entero en su intento por restaurar un orden que ya era imposible mantener, tornando su cruzada por el control en una empresa de lo más antieconómica, cuando bien pudo haber salvado la relación dando un paso atrás.

El segundo ejemplo fue una ocasión en que supe de una pareja de mediana edad –afortunados herederos de una casa bien ubicada– la cual se dedicó por años a rechazar ofertas de negocios que querían comprar su propiedad. Cierto escepticismo era sano: no cualquier oferta iba a ser buena. Pero años de creerse rumores sobre precios fantásticos y de alimentar resueltamente la sabiduría proverbial de que “la tierra vale” los llevaron a establecer el rechazo como norma.

Los años pasaron y el sector empezó a deteriorarse al abrir una cantina en las cercanías. Empezó a volverse peligroso. La propiedad misma también se fue haciendo vieja. La esposa enfermó y necesitó de un tratamiento médico caro. Y el final es previsible.

Ejemplos como éstos bien podrían rechazarse como anecdata. Pero en un país donde no existe un mercado de capitales, donde los mismos directivos repiten en juntas directivas como frase de canción de reggaetón y donde un manto de romanticismo envuelve todavía a la tierra como activo primario, me parece que son más bien el patrón, resabio seguro del modelo de finca con el que se fundó el país.

El futuro, sin embargo, nos exige diferenciar y premiar al “buen empresario”, ése que hace mucha plata pero no la cuenta en manzanas sino que la ve pasar a la par de un símbolo en una pantalla, no entendiendo del todo lo que significa en una economía que le ha perdido el miedo a ser compleja.