A esto, los defensores del matrimonio tradicional responden que no se puede abrir el matrimonio a parejas homosexuales sin transformarlo profundamente, de una forma cuyos efectos alcanzan a las parejas heterosexuales. Este argumento, sin embargo, cada vez los hace más impopulares entre la generación del live and let live.
Pero para mí –que estoy completamente a favor de derechos plenos para la comunidad LGBT- se ha vuelto una de esas ironías, a ratos fascinante y a ratos incómoda, el reconocer que en un sentido intelectual, el argumento de los conservadores es correcto y el otro no lo es. El matrimonio igualitario sí cambia fundamentalmente la institución del matrimonio. Como señala The Atlantic, la extensión de derechos maritales a parejas del mismo sexo es el punto culminante de una transformación histórica del matrimonio, que lo ha llevado de ser una institución centrada en el deber a una centrada en el amor.
Donde las parejas homosexuales se han hecho visibles, ha venido una avalancha de evidencia que cuestiona los supuestos tradicionales de la vida marital de la que no pueden escapar las parejas heterosexuales. No es posible, por ejemplo, dejar de cuestionar el rol tradicional de la mujer en la crianza de los hijos después de que empiezan a verse hombres doblando habilidosamente carruajes de bebé en un avión. Tampoco es posible dejar de cuestionar la monogamia cuando comienza a ser evidente que muchas de las parejas gay más duraderas y felices en lugar de reprimir su actividad sexual extramarital han negociado abiertamente acuerdos sobre ella.
Menos posible aún para las parejas heterosexuales es dejar de verse reflejadas en esas otras parejas para conocerse mejor a sí mismos: para conocer, por ejemplo, que las mujeres –heterosexuales y lesbianas- son no sólo las que más valoran la intimidad de la relación y quienes menos poder exigen a cambio de sus aportes económicos, sino que son también quienes más frecuentemente están dispuestas a terminar la relación cuando no cumple parámetros de calidad. La existencia de las parejas homosexuales es un gran laboratorio que ha permitido separar lo biológico de lo cultural, poniendo a prueba la maleta cultural que heredamos todos con el concepto de matrimonio. Y en ese sentido, lo transforma profundamente.
Sin embargo, lejos de ser una transformación destructora, ha sido una transformación renovadora que –donde se ha podido hacer- ha fortalecido la institución del matrimonio de cara a los desafíos del siglo XXI. Más que desincentivarlo, tras la aprobación del matrimonio igualitario se da una “fiebre matrimonial” entre parejas heterosexuales. Y la revisión que se hace del bagaje cultural, no sólo ha significado desechar tradiciones sino también confirmar algunas otras que quedan asentadas sobre un peldaño más firme, como lo es la tendencia económica a que sea uno de los miembros de la pareja –independientemente del género y la orientación sexual- quien se especialice en las labores domésticas.
Pero la mayor transformación que trae todo el proceso de reivindicación de derechos que culmina con el matrimonio igualitario –y la razón por la que sus opositores no deberían navegar con la bandera de los valores familiares- es el impacto que tiene dentro de la comunidad homosexual. Mientras que para los heterosexuales se trata de una oportunidad para revisar y aligerar la pesada carga cultural del matrimonio –una liberación-, para los homosexuales es todo lo contrario. Es fundamentalmente un proceso a través del cual adquieren un equipaje cultural e institucional del cual carecen y que recuerda por qué ese equipaje sigue siendo útil en el siglo XXI.
Y es que las comunidades homosexuales marginadas se desenvuelven frecuentemente como quien anda por el desierto de noche. En el anonimato, lejos del calor abrasador del Sol, tienen una libertad casi total para ir por donde quieran y hacer lo que gusten. Pero en un desierto sin caminos –sin hitos que marcar- y lleno de peligros, frecuentemente terminan llevando vidas desordenadas, egoístas y cortas, a veces reflexiones perpetuas sobre un placer original y juvenil que se vuelve imposible de replicar pero que no se puede dejar ir. Son muchas veces seres de la noche, cuya existencia es ignorada por los del día.
En el cielo de su desierto nocturno reina una Luna que ilumina a estos seres, que se las ingenian para desarrollar alternativas. Una Luna bellísima. Pero la Luna debe dar paso para que asome el Sol y su calor cobijador. Y así quizá, seres del día y de la noche –en su encuentro- descubran en sus hermanos las respuestas a sus propias preguntas existenciales.
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