Así las cosas, si uno observaba un mapa de la Europa del año 2001 coloreado de acuerdo a la ideología del partido de gobierno, vería una gran nube roja por todo el Continente. En los meses después del cambio de milenio, los partidos de ideología socialdemócrata dominaban los principales países europeos: en Italia –aunque ya había hecho su aparición como primer ministro por ocho meses- aún no empezaba la era Berlusconi, en el Reino Unido estaba en su apogeo el New Labour de Tony Blair, en Francia el gobierno estaba a cargo del socialista Lionel Jospin, lo mismo que en Alemania con el socialdemócrata Gerhard Schröder. Gobiernos de centro-izquierda regían, además, en Holanda, Suecia, Dinamarca, Polonia, Grecia y Portugal.
Sin embargo, en un mundo que poco antes había sido descrito como cerca del final de la historia, aquello no quería decir que Europa estuviera en una fiebre revolucionaria. Aquellos gobiernos no eran socialistas en el sentido duro del término. Representaban más bien el tipo de progresismo con el que el mundo de los negocios puede sentirse cómodo. El mejor ejemplo entre ellos era el inglés Tony Blair, quien con su mezcla de liberalismo económico e inversión social se convirtió en el amo del centro político británico. El optimismo que destilaban los mercados –llegando a récords históricos- encontraba su similar en el auge del multiculturalismo. Estaba de moda irse de intercambio a lugares lejanos e interesarse por religiones del Este Asiático: un mundo New Age en todo su esplendor.
Para regresar al poder, la derecha europea debía encontrar una forma de desafiar el espíritu optimista de aquellos días. No tardó en hacerlo. De la mano del 9/11 y de la Guerra contra el Terrorismo, la primera víctima fue el entendimiento entre culturas. De repente, comenzó a parecer absolutamente ingenua esta idea de que las diferencias culturales son superficiales y superables. Una simple búsqueda en Google dejará ver que la palabra “multiculturalismo” ahora aparece más frecuentemente en un contexto de “reto” o “problema”. Los partidos de la derecha extrema ganaron terreno. Y en pocos años, ayudaron a los partidos conservadores tradicionales a desplazar a aquella gran nube roja del cambio de Milenio.
Con el precio de cerrar las puertas del continente, el mapa de Europa para el año 2011 se había transformado en un azul profundo, con gobiernos conservadores en prácticamente todos lados. Pero el modelo social para los propios europeos continuó intacto, al menos hasta ahora. La crisis de la deuda golpeó justamente en el auge de esta ola conservadora y ha marcado la respuesta a la misma, a tal punto que se puede ironizar cómo Estados Unidos –tradicionalmente más conservador- es el que ha dado lecciones de flexibilidad a los europeos.
El grado de interdependencia de los países europeos no ha permitido que los tímidos intentos por girar el timón –como el retorno al poder de los socialistas en Francia y en Dinamarca- fructifiquen. Es por ello que los pocos gobernantes progresistas en un mar todavía azul están entre los peor valorados por sus ciudadanos. Pero la cosa podría cambiar cuando el corazón del poder conservador de la eurozona vote en septiembre de este año.
Angela Merkel deberá enfrentar unas elecciones inusualmente importantes y –aunque ella y su partido son ampliamente populares- sus aliados de coalición pueden ser diezmados al punto de no entrar al parlamento, lo cual abriría la posibilidad de un gobierno de centro-izquierda en Alemania y un cambio de rumbo más que dilatado para Europa. No sería necesariamente un rechazo a la gestión de Merkel, quien –a diferencia de las suposiciones que sobre ella ha elaborado la izquierda más extrema- ha trabajado firmemente por la consolidación de Europa y la primacía de la política sobre los mercados. Pero sí sería un cambio de página, un reconocimiento que es necesario pasar a darle funcionalidad a lo que se ha consolidado. Si llega a ser así, probablemente para el año 2021 el mapa de Europa nuevamente esté marcado por una nube roja y el modelo social europeo podría preservarse una generación más.
Al final, más que entrar en el juego de ganarle la competencia a Asia, quizá la más importante influencia que Europa podría tener en este momento de la historia sea la de continuar siendo una inspiración para generaciones de progresistas alrededor del mundo, para quienes el sueño de un continente sin pobreza es no solo un sueño sino una realidad palpable en algún lugar del mundo.
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