Para el día que se publique esta columna habrán pasado ya dos semanas desde la masacre que dejó como resultado varios ciudadanos k’iche’ muertos y más de 30 heridos. Definitivamente es imposible no sentir rabia, indignación, pero especialmente, preocupación. En una dimensión histórica, la masacre adquiere un sentido alarmante. A continuación plantearé algunos puntos de reflexión al respecto.
Es imprescindible cuestionar, primero, la idea de los “dos bandos” que han hecho circular los medios de comunicación masiva. Nuevamente recuerdo que el binarismo responde a una estrategia de manipulación de masas desprendida del mal manejo que se ha dado al tema del genocidio en Guatemala. Lo he dicho en otras ocasiones y lo vuelvo a decir ahora: cualquier muerte violenta es una tragedia terrible. La tragedia es innombrable en el momento en que las fuerzas violentas del Estado son quienes producen esos hechos. La obligación del Estado es proteger y no matar a sus ciudadanos. ¿Es acaso eso tan difícil de entender?
Segundo, decir que el Presidente de la República, el ministro de Gobernación o el ministro de la Defensa no tienen responsabilidad en el asunto es aberrante. Con esto trato de ir más allá del argumento de “seguir la cadena de mando”, para poner atención al hecho de que sacar a los soldados a las calles es una de las muestras más palpables de la militarización de la sociedad guatemalteca llevada a cabo por parte del Ejecutivo (y aquí hay que considerar las reformas constitucionales por las cuales los 48 Cantones también protestaban). No importa si el hecho fue planificado o fortuito, la única forma de explicar la causa de por qué militares están asesinando nuevamente a indígenas en Guatemala se encuentra en la política de seguridad del Gobierno de Otto Pérez Molina. Reducir lo sucedido al bajo profesionalismo del coronel Juan Chiroy, aunque delimite la mirada del Ministerio Público, es cínico cuando se escucha en la voz del Ejecutivo. A modo de paralelismo (no de paternalismo expiatorio de los soldados), lo pongo así de fácil: quitarle responsabilidad a los ministros y al Presidente de la masacre de Totonicapán sería igual a quitarle la responsabilidad a un adulto que ha puesto a jugar con armas de fuego a un niño de cuatro años que, “accidentalmente”, disparó contra otra persona y la mató. Mi pregunta, nuevamente, es, ¿qué diablos hacen los soldados en las calles, no solo reprimiendo manifestaciones, sino en general?
Tercero, considero imprescindible comprender al Estado en el marco de las tensiones que la forma neoliberal de capitalismo produce. Es decir, debemos comprenderlo como un Estado oligárquico, pro-corporativo y neocolonial. Esto lo podemos afirmar especialmente al considerar cómo se ven nuevamente reprimidas las configuraciones colectivas locales que han logrado re-articular el tejido social, después del genocidio y la gran violencia de los años ochenta. Los territorios, los bosques, el agua, los recursos naturales, les han permitido, de tal cuenta, generar a miles de guatemaltecos de orígenes socioculturales diversos horizontes comunes de articulación social y política. Guatemaltecos que ven en estos elementos la posibilidad no solo de subsistir materialmente sino de proyectarse en el futuro como colectividades con relativa autonomía política y organizativa.
En este sentido, el caso de la Alcaldía Indígena de los 48 Cantones de Totonicapán es ejemplar, ya que es posiblemente el más claro y viejo ejemplo de cómo se puede producir una unidad política relativamente autónoma por períodos prolongados de tiempo (incluso en un contexto altamente desfavorable y violento, como lo fue la segunda mitad del siglo XX). Unidad política relativa que al mismo tiempo permite llevar a cabo prácticas culturales y sociales que subvierten positivamente la perspectiva dominante del Estado nación y su modelo servil de democracia.
El Estado, al darle la espalda a la pluralidad cultural y política que los pueblos indígenas practican en sus comunidades y al promover un modelo de democracia que resulta conveniente primordialmente a las corporaciones transnacionales y a los sectores oligárquicos de la Guatemala finquera, sigue siendo, en consecuencia, un Estado racista. Mi opinión es que lo sucedido en Alaska no fue fortuito; sino que es la forma que adquiere un Estado configurado por las ideologías dogmáticas de mercado, que pretenden reducirlo únicamente a sus funciones policiales y militares. Se ve al Estado, de esa cuenta, como aquel que ha de garantizar la seguridad de los negocios del sector empresarial.
Como me decía Sergio Romero hace unos días: Guatemala dejará de ser racista el día que modelos como el de los 48 Cantones se conviertan en la parte constituyente no solo de la nación, sino de la democracia guatemalteca. Ese será el día en que las prácticas de poder que aún funcionan en muchos lugares reinventen al país. Habrá democracia el día en que esas diferencias, en vez de ser perseguidas con plomo y fuego, vitalicen la estructura sociopolítica y la toma de decisiones en todos los niveles.
Esta masacre se suma a lo sucedido en el Valle del Polochic en contra de poblaciones q'eqchi'; a lo sucedido en Barillas, Huehuetenango; a las persecuciones que califican de terroristas a los kaqchikeles de San Juan Sacatepéquez, entre otros tantos casos recientes. La matanza de estos ciudadanos guatemaltecos k’iche’, más que un accidente contra-productivo para el Gobierno de Pérez Molina, es la primera probada del amargo tipo de violencia que el Estado neoliberal, oligárquico y pro-corporativo del siglo XXI está dispuesto a desplegar en contra de las comunidades indígenas que buscan alternativas al modelo dominante.
Como opción, está en nuestras manos planificar el futuro de una política diferente, pacífica, en la cual todas las vidas merezcan ser vividas. Anticipar un futuro en el cual las “otras” voces sean, verdaderamente, fundantes de la política.
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