Steven Pinker, un psicólogo experimental norteamericano, lo sintetiza muy bien en su libro “The Better Angels of Our Nature”, en el cual detalla cuánto se ha reducido la violencia a través de los siglos. Somos, por mucho, más pacíficos, razonables y civilizados que nuestros abuelos y bisabuelos, e incluso que nuestros padres.
Buena parte de estos avances se los debemos a que ahora hay más productos y servicios y, por ende, menos conflictos. Pero también hay otro factor muy importante que explica la reducción de la violencia: el avance de la ciencia. Entre menos sabemos sobre un asunto, más conflictivo resulta ser. Ello porque, ante la ausencia de conocimiento confiable, nuestras explicaciones tienden a degenerar en posturas polarizadas, sesgadas a nuestros intereses y sustentadas en dogmas de fe. La toma de decisiones, entonces, se aleja de los méritos y se reduce a un conflicto político, una lucha por ver quién tiene más fuerza. El conocimiento científico confiable resulta ser el antídoto para esto.
El avance de la ciencia no sólo nos ha traído mejores medicinas y comunicaciones. También nos ha permitido, por ejemplo, transformar las relaciones intrafamiliares y entender mejor los factores que afectan el desarrollo de las personas, causa de muchos problemas en el pasado. Y, hasta hace poco, también nos permitía tener una política económica que, con pocas excepciones, se consideraba sensata. Digo hasta hace poco porque, tras la crisis financiera de 2008, la reputación de la ciencia económica se vino al suelo. Los economistas que llamamos “mainstream” (los que suelen integrar el Concejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca) fallaron unánimemente en predecir, prevenir y diagnosticar a tiempo la crisis. Desde entonces, naturalmente, en todo el mundo las disputas por la política económica se han tornado agrias, ideológicas y conflictivas, un recuerdo de cómo son las cosas cuando no hay quién nos dé luces.
En los años que han seguido a la crisis, los mercados se han recuperado y están cerca de sus niveles precrisis. Sin embargo, la reputación de la ciencia económica sigue en el sótano. Es clara la necesidad de contar con una base más sólida, que permita evitar los errores del pasado. Pero la lucha por establecer cuáles serán estas bases tiene poco de científico y mucho de lucha por el poder. Ante el descrédito de los economistas “mainstream”, quedan básicamente dos grupos que se disputan la primacía en la ciencia económica: los austríacos y los neo keynesianos. Ambos grupos fueron los únicos capaces de predecir la crisis y mantener una postura coherente desde entonces, aunque no coincidan en nada. Paul Krugman y Joseph Stiglitz advirtieron que la recesión era peor de lo que imaginábamos y requería una intervención decidida, mientras que los austríacos se la han pasado diciendo desde 1913 que el gobierno nos va llevar al desastre.
¿Cuál visión prevalecerá? La disputa no puede mantenerse para siempre. Sin embargo, quizás sea un error pensar en que debe haber un ganador total. Por más irreconciliables que parezcan ambas posturas, el beneficiario final de todo este debate será, en mi opinión, la ciencia económica. Particularmente, creo que la ciencia económica está avanzando hacia un entendimiento mucho más exacto de la política, o sea de la lucha misma por el poder. Cuando yo tomé clases de Economía, las decisiones políticas eran siempre la variable exógena de los modelos, o sea aquella variable que uno debe asumir sin más. Y siempre tuve la impresión que los economistas entendían poco de política y hasta renegaban de ella. Hoy hay más estudios acerca de, por ejemplo, los factores que motivan las preferencias políticas o las estrategias políticas de las campañas. Quizás parte del error fue no haber dado a la ciencia política el respeto que merecía. Pero es un error que se está corrigiendo y que puede llegar a sacarnos del dilema en que estamos.
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