«Es muy fácil ser sabio el día después», arranca diciendo Héctor Abad Faciolince en su brillante columna Explicar el fracaso, del 2016. En ella se hace referencia a la «insensatez democrática» a la que los colombianos se sumaban votando por el no de los acuerdos de paz de ese año. Empezaron los ingleses con el brexit y poco después lo harían los estadounidenses con Trump. Todos los resultados fueron contra lo esperado, y sus fracasos desvelaron un mundo más incierto, donde todo resultaba posible. Los analistas, entonces, empezaron a parecerse a ese amigo molesto que siempre dice «lo sabía» con el periódico debajo del brazo cuando es imposible preverlo en un mar de incertidumbre. A la intemperie de la confusión, un rasgo determinante fue la desinformación.
Desde el inicio de la pandemia Daniel Innerarity auguró un terreno pantanoso para los populismos. Por una parte, los hace tambalear porque revalorizan lo que ellos desprecian: «el saber experto, la lógica institucional y la idea de comunidad global». No obstante, la sobreabundancia de información en un mundo sin certezas crea un terreno fértil para que se fortalezcan. No resulta extraño entonces que recientemente Luis Assardo, a través de la plataforma Confirmado, haya compartido la noticia de la eliminación por parte de Facebook de redes de desinformación que llegaron a pautar 3.6 millones de dólares estadounidenses.
Cuando pensamos en desinformación, solemos pensar en teorías de conspiración estilo Miguel Bosé y compañía, pero eso sería otra simplificación. Puede deberse, como sugirió Albertina Navas en un webinario recientemente, a que traducimos fake news literalmente como noticias falsas, que son las que constituyen esas teorías fabricadas. Assardo explica que estas pueden ser mucho más complejas dependiendo de la intención y del público al que se dirigen. Y vaya si lo son. Algunos de mis amigos afirman que la pandemia es «una gripe más, un engaño». Cuando les pedí fuentes, me sorprendieron con una lista exagerada. Confieso que más de una me hizo temblar. Ansioso, entré y revisé enlaces y videos plagados de referencias científicas, estudios, datos que parecen irrebatibles, y me quedé anonadado mientras la semilla de la duda empezaba a corroerme. En palabras de Assardo, «crean ecosistemas de sitios web, redes, wikis y más» que validan los contenidos para hacerlos más creíbles. Sin embargo, así como Albertina matizó, no solo hay que ver la veracidad de lo presentado, sino que es necesario analizarlo dentro de un contexto y valorar la intención detrás. Estos tres elementos —veracidad, contexto e intención— ayudan a calificar la calidad de la información, pues para engañar a públicos más formados no es suficiente con dar datos falsos fáciles de identificar, sino presentarlos de manera engañosa, veraces pero fuera de contexto, manipulados, en los cuales se establecen relaciones inconexas.
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Revisando el material dudoso entendí que en esta situación inédita no necesitan proponerte una nueva visión coherente. Les basta con desbaratar la que ya tienes. La duda, una vez establecida, es más fuerte que la certeza, no deja de crecer y marchita todo a su alrededor hasta que uno no tiene más opción que dar el salto de fe y confiar. El resguardo son las instituciones y los medios de comunicación, por lo que decidí compartirles la información con la que me estaba guiando hasta el momento. Desdeñosos, replicaron que son ellos —los medios mainstream— los que orquestan el engaño, mientras que sus informantes sin mediación luchan por la verdad al margen y «desinteresadamente». Ese día, la batalla estaba perdida.
Todavía recuerdo cuando vino a Sophos Mathilde Damgé, periodista de Le Monde, para hablar sobre las fake news y el fact-checking de su periódico. Ese día le pregunté si no le parecía que el problema de fondo fuera que la verdad perdía valor en nuestra sociedad. Pareció no entender muy bien la pregunta, pero esta quedó flotando y tiempo después me la respondieron unos filósofos. El problema no está en el valor de la verdad, sino en que esta se reduzca a algo verificable, a una verdad positivista. Siguiendo a Martín Caparrós, me parece que los que atacan al periodismo por no ser objetivo son ilusos en espera de una verdad con mayúscula y no aceptan que, en su lugar, existan visiones, perspectivas, miradas, un conglomerado de verdades. Vargas Llosa dice que la ficción miente para contar una verdad. Y, aunque la ficción tenga sus propias reglas, me parece revelador traerlo a colación porque sugiere que la verdad es una cuestión mucho más compleja que lo que queremos confesar y que por allí deberíamos empezar.
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