La causa es una sola: no tenemos estadistas. Me refiero a personas expertas en asuntos de Estado. En su mayoría, son políticos improvisados que han logrado curules, escaños, puestos y canonjías a cambio de dinero y con campañas políticas que superan cualquier ficción. Quien grita más convence más. En los últimos dos años se dijeron líderes, adalides, campeones y entendidos en todo lo relacionado con el manejo de la cosa pública y hoy están en trapos de cucaracha queriendo huir de la realidad que los agobia.
Tenemos que ser claros. Ni el país más poderoso de América (me refiero a Estados Unidos) estaba preparado para capotear una pandemia como la que estamos sufriendo. En ello no hay vuelta de hoja. Pero se evalúa en los gobernantes su capacidad de respuesta, su buen juicio, la correcta toma de decisiones y su capacidad de gestión y ejecución a sabiendas de que se está tratando de mitigar (que no resolver) el impacto aquel, para el cual nadie estaba preparado.
Sin embargo, hay dos contextos históricos que debemos aquilatar, relacionados con los liderazgos políticos en los países afectados por una plaga de alcance mundial. Uno es atinente a los prolegómenos y consecuencias de la peste negra (a finales de la época medieval). Otro corresponde a la actual pandemia.
El primero. Según Bárbara Tuchman: «Philippe de Mézières, al escribir su Songe du vieil pelerin (Sueño del viejo peregrino), en 1388, no frenó su desprecio como Honoré Bonet no había contenido sus reproches. Porque los caballeros triunfaron “por la mano de Dios en Roosebeke sobre una caterva de bataneros y tejedores, se llenan de gloria y se creen igual a sus predecesores, el rey Arturo, Carlomagno y Godofredo de Bouillon […] y, con todo, [la caballería] piensa que no hay en el mundo otra que rivalice con ella”» [1].
Se refiere el anterior texto a una crítica a la decadencia de la caballería en Europa (a mitad del siglo XIV) y también a una fuerte reprensión por la casi nula capacidad de liderazgo de los gobernantes europeos durante la peste.
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El segundo. Se trata de nuestro aquí y ahora. ¿Acaso no hemos escuchado a candidatos presidenciales parangonarse con George Washington, Abraham Lincoln, José Mujica y, en Guatemala, con Juan José Arévalo Bermejo y Jacobo Árbenz Guzmán? Pues sí. Los hemos visto y oído. Y semejante ficción (que es autocomparación porque no pueden demostrar algo bueno de ellos mismos) ha sido creída por las masas que les han dado su voto.
En ambos casos el resultado ha sido la degradación del ser humano, la crueldad y la vida humana asentada sobre las fauces de la muerte.
Este año 2020 parece haber nacido para el dolor. Como si todas las catástrofes de la película Jumanji hubiesen sido convocadas, hemos tenido, paralelos a la peste, terremotos (como el recién sucedido en México), peligros de tsunamis (a causa del sismo), erupciones volcánicas (como las de los volcanes de Fuego y Pacaya), la llegada del polvo del Sahara (que agudiza los problemas respiratorios), estados de sindemia (dengue y paludismo, que pueden ser tan mortales como el SARS-CoV-2), el hambre rampante (que da pábulo a la agudización de la desnutrición proteínico-calórica —por ejemplo, en el Corredor Seco de Guatemala—), voceadores del mal que amenaza al bien, muñecos de ventrílocuo negando las crisis y la indiferencia de las masas, que desoyen la argumentación de los científicos y exponen su condición humana para ser pasto de las llamas (y luego se quejan del colapso de los hospitales).
Quizá sea esta última, la indiferencia de las masas, la peor de todas las calamidades.
¿Qué podemos hacer ante todos esos males salidos como de una caja de Pandora? Mi respuesta es una: ejercitar nuestra capacidad de discernimiento. Esa capacidad para descubrir, partiendo de nuestra interioridad, todo aquello que contribuye al bien propio y al de la comunidad, y también esa capacidad para vislumbrar cómo, en momentos determinados, podemos contribuir a generar el mal personal y el comunitario. Y a partir del análisis de estas realidades concebir nuevas maneras de relacionarnos con nosotros mismos, con los otros, con la naturaleza y con Dios para el bien de la humanidad.
La ficción de nuestros gobernantes se ha resquebrajado. Nos toca discernir y actuar a nosotros, los ciudadanos de a pie. Así que ¡no perdamos la esperanza!
Hasta la próxima semana si Dios nos lo permite.
[1] Tuchman, Bárbara W. (1979). Un espejo lejano. España: Argos Vergara. Pág. 416.
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