Las redes sociales están atiborradas de fake news, opiniones bizarras en relación con el virus SARS-COv-2, tratamientos risibles y otros bulos que pueden llegar a poner en peligro la vida de alguna persona incauta si decide hacer caso de sugerencias como utilizar preventivamente hidroxicloroquina o —por si acaso— dosis altas de dexametasona.
La agresividad de las personas también va en aumento. Pareciera que estamos ante una locura de masas. Y quién sabe si estas actitudes irracionales no se encuadran ya en una patología social que pueda devenir del deterioro de nuestra propia conciencia y de nuestra conciencia colectiva, exacerbado por la angustia generada por la pandemia.
El 18 de mayo del presente año —en un primer llamado a la sensatez— me referí a los rostros del corazón humano en un momento de crisis. Cité La alegoría de la abeja y la mosca, del antropólogo Carlos Cabarrús, S. J., quien en la obra citada explicita: «Los dos rostros de nuestro corazón nos hacen situarnos y comportarnos con nosotros mismos, con los otros, con el entorno y con Dios de maneras diferentes: como moscas o como abejas obreras. Darte cuenta de si eres mosca o abeja obrera te da pistas para comprender desde qué lado del corazón vives de ordinario. Las moscas están en el estiércol, en lo más sucio, y lo llevan a donde debe haber mayor limpieza […] Las abejas obreras extraen lo mejor de las flores y además producen la miel, que es un alimento nutritivo y un remedio fundamental para los demás» [1].
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Y creo que llegó el momento de evaluarnos en razón de nuestro proceder para determinar si estamos actuando como moscas o como abejas. Porque es inconcebible cómo, viendo la tempestad que tenemos enfrente, haya personas que nieguen la galopante pandemia que estamos sufriendo. Se ha llegado a cuestionar la existencia de la enfermedad, y noticias como el hecho de que no menos de 400 miembros del personal de salud han dado positivo en la prueba de covid-19 han caído en la indiferencia absoluta de esa parte vociferante de la sociedad que niega la presencia del virus en Guatemala y en el mundo entero.
Se entiende, sí, la necesidad de reactivar la economía, que ha sufrido un detrimento espantoso, pero no es negando la existencia de la pandemia como se lograrán los mejores resultados. Se trata de obrar en consecuencia, buscando el justo equilibrio entre la dicha reactivación y la menoscabada seguridad de las personas y de las comunidades ante ese monstruo para cuya acometida ningún Estado en el mundo estaba preparado.
Guatemala es un país que nació signado por los extremismos y los fanatismos. Y la mezcla de ambos —en una situación de aprietos colectivos— resulta siendo una pócima mortal. Esa pócima está hoy aderezada por los gritos de todólogos que pontifican desde el estrado de una crasa ignorancia. Y desde allí se está confundiendo una insana adaptación con la sintomatología de una nueva normalidad. Esa nueva normalidad llegará en su momento. Será novedosa ciertamente, pero no habrá de estar aderezada por patologías sociales como la violencia o las histerias colectivas.
Las presiones económicas, físicas y morales pueden llevarnos a estados de violencia y de histerias colectivas, y son precisamente esas noxas las que debemos evitar.
Por favor, demos paso a la sensatez y a la esperanza, demos paso a la abeja y larguemos a la mosca antes de que nos contamine. Recordemos que en ello nos puede ir la vida porque no es un buen momento para pelear entre nosotros.
[1] Cabarrús, Carlos Rafael (2006). La danza de los íntimos deseos. Siendo persona en plenitud. Bilbao: Desclée de Brouwer. Págs. 17 y 18.
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