Cualquier observador no involucrado podría describir nuestra experiencia en esa red como un conjunto de personas que se reúnen para hablar y no escuchar. Cada uno pone en su TL lo que más o menos le viene en mente, y muchas veces ese descuido es razón de sobra para recibir burlas, insultos y hasta amenazas.
Podríamos decir que es la colección de antisociales más necesitados de compañía que existe.
La realidad es que detrás de cualquier usuario hay una persona con necesidad de conexión. Es inevitable querer pertenecer. Nuestra evolución biológica no ha superado el núcleo de 150 personas con las que cazábamos y convivíamos en tiempos preagricultura. La supervivencia del grupo, y por ello de mí mismo, dependía de un alto grado de empatía y de entendimiento entre todos. No por nada segregamos tantas hormonas que nos hacen sentir bien cuando estamos con las personas que nos gustan y a quienes queremos.
Pero ya no vivimos en cavernas, no conocemos a todas las personas con las que interactuamos y no tenemos necesidad de salir a cazar el mamut de la cena. Para eso está cualquier tienda.
La vida moderna nos ha dado muchas oportunidades para desarrollarnos como individuos. La privacidad es un privilegio muy reciente, y la necesidad de soledad, indispensable para nuestro crecimiento como humanos, era algo impensable hace unos siglos. Basta con ver que los centros de conocimiento y de sabiduría eran monasterios y claustros, comunidades compactas que ayudan a brindar pertenencia.
No por nada sale cada tanto un movimiento político que aglomera a un grupo por el denominador más común que tenga, generalmente algo negativo, y que arrastra países enteros hacia guerras devastadoras. Los humanos conservamos el imperativo de lo social.
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Así, regresando al mentado Twitter, es como se observa esa tentativa de respuesta, por un lado, a la exaltación de la personalidad y del individuo único e irrepetible, separado del resto, y, por el otro, a la necesidad de ser observado, de encontrarse reflejado en alguien más y de tener un grupito, aunque sea para hacer bromas de mal gusto. No podemos sobrevivir sin validación, y muy pocos son los iluminados que la consiguen en su interior.
La forma en la que nos estamos relacionando tiene que llegar a unificar la evolución biológica de nuestro cerebro, que va lenta, con la cultural, que va a pasos agigantados y que nos parece atractiva aunque no nos haga tanto bien. No podemos seguir separando las acciones, los comentarios, las conversaciones y las relaciones que tenemos en lugares de reunión virtual de nuestras vidas reales. Lo que proyectamos tiene consecuencias en todos los ámbitos en los que nos desarrollamos. Prueba de ello: que las empresas ya piden revisión de redes sociales para tomar decisiones acerca de empleos, sin contar con las múltiples relaciones que han terminado por simples conversaciones en mensajes directos con personas que a veces ni siquiera existen.
Creemos que es deseable no necesitar un grupo, y pasamos horas con el teléfono viendo las publicaciones de otros y contando likes a las nuestras. Está bien querer tener conexiones profundas con la gente a nuestro alrededor. Tal vez ya es momento de aceptar que nuestras conversaciones en la TL no son un grito aislado en la montaña y que la persona que está detrás del avatar de anime también quiere pertenecer. Y de recordar que, al contrario de sacar por siempre de la vida al compañero de trabajo insoportable, siempre nos queda el block. También eso es paz mental.
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