Estas cambian no solo dependiendo del lugar, sino, mucho más marcado, de la época de la que se esté hablando. Basta con ver programas de televisión ambientados apenas 50 años atrás para que nos parezcan aberrantes muchas de las cosas que se hacían con normalidad, como tirar basura en la calle, fumar en espacios cerrados o no usar cinturón de seguridad en el carro. No estoy hablando de leyes con penas, aunque estas se alimentan de lo que la sociedad en ese momento considera prohibido. Me refiero a esos pasos de baile que vamos aprendiendo a seguir conforme crecemos en un ambiente determinado.
En los grupos de personas prehistóricas era completamente necesario que todos actuaran de manera uniforme, pues la integración del individuo a su entorno le permitía a este contribuir a la supervivencia de los demás y, por ende, de la propia. Nada más importante que seguir los rituales de apareamiento para preservar la especie, el orden de jerarquías para mantener el orden e incluso la apariencia personal para identificarse con la tribu. Hay que tener especialmente en cuenta que nuestra percepción de lo que somos ahora, seres individuales que se diferencian del resto de los seres humanos, no es con lo que evolucionó nuestro cerebro. Tenemos cientos de miles de años, previos al uso de espejos, buscando validación de los que conforman nuestro grupo. Por eso ser exilado de este era un castigo tan grande, pues no solo se perdía la conexión con la sociedad, sino que también se borraba en gran parte nuestra única manera de conocernos, pues ya no teníamos en quién vernos reflejados.
Eso ha cambiado drásticamente, sobre todo en las últimas décadas. Veamos nuestro comportamiento diario y nos daremos cuenta de que el fenómeno del autorretrato, perpetuado constantemente en las selfis, nos da una sensación de separación de los demás, pues vemos cómo somos distintos, únicos e irrepetibles. Pero eso no es lo que calcula nuestro cerebro, y por ello siempre hacemos comparaciones. Seguimos teniendo necesidad de integrarnos a un grupo, de pertenecer, y eso implica acatar todas esas normas que van en contra de nuestra individualidad tan preciada. Basta con llegar con un atuendo que no corresponde a lo que normalmente se utiliza en una ocasión social para sentir lo que no podemos describir más que en un «eso no es adecuado».
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Generalmente, el ámbito donde se manifiestan estas reglas es precisamente el personal: la apariencia y el comportamiento sexual. Cosas que no transgreden a terceros, no lastiman a nadie ni causan daño a cosas. Para regular eso tenemos leyes. Y si estas se meten a penalizar conductas que no tienen consecuencias externas, pierden legitimidad.
Como mamá, me toca señalarles a mis hijos la línea que marca el final de lo apropiado. Algunas veces sí regreso a niños vestidos como ellos quieren a que se cambien a lo que yo creo que corresponde simplemente porque me parece importante no ir en shorts a una iglesia, por ejemplo. Pero otras veces los he dejado escoger, siempre advirtiéndoles que su grupo etario va a hacer comentarios acerca de la salida de la norma. Pintarse el pelo de azul, por ejemplo, no es común, y más de alguno va a molestar al niño. Si está dispuesto a soportarlo con tal de salirse con la suya, allá él.
Termina siendo importante cuestionarse si verdaderamente seguimos necesitando de todas esas reglas en esta época en la que ya no dependemos de nuestro grupo de cacería para comer y en el que Tinder sirve de casamentero. La modernidad exige que cambiemos a paso acelerado nuestra forma de relacionarnos y de ver a los demás. Ya no nos afecta personalmente lo que haga el vecino en su cama ni cómo vaya vestida la amiga a una reunión. Tal vez todo eso que no está escrito lo podemos editar.
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