El objetivo es generar un espacio de diálogo para analizar el contexto frente a los nuevos escenarios de la defensa de los derechos humanos, plantear los nuevos retos frente al relator especial de las Naciones Unidas sobre Derechos Humanos de los Migrantes y con ello abrirles a los albergues y a los defensores espacios de incidencia ante el sistema de las Naciones Unidas.
Los participantes son principalmente personas que trabajan en albergues, casas de migrantes y centros de derechos humanos ubicados a lo largo de México: profesionales de las ciencias sociales, abogados, psicólogos, sacerdotes y monjas con alta sensibilidad y compromiso y que llevan años atendiendo diariamente a cientos de migrantes centroamericanos, haitianos y extracontinentales.
Ellas y ellos podrían escribir cientos de historias basadas en géneros literarios como la tragedia y la épica. Quienes brindan hospitalidad a los migrantes hacen una labor titánica, ya que se acercan de una manera cruda a la ausencia del Estado y a la presencia del crimen que cometen los gobernantes. Alivian las carencias inmediatas que sufren los migrantes cuando llegan, exhaustos luego de recorrer cientos de kilómetros.
Ofrecen un lugar para descansar y recuperarse. Les ofrecen alimentos, duchas, atención médica, ya que muchos llegan deshidratados, con llagas en los pies, con golpes o señales de violencia física, tanto de pandilleros como de la propia pareja. Cuidan de manera especial a las mujeres embarazadas y ofrecen asesoría legal y atención psicológica.
Sin embargo, debido a que las personas migrantes solamente están por unos días en los albergues, el personal que los recibe solo puede atender parcialmente las condiciones de salud, sin posibilidades de sanar enfermedades más graves y estructurales como desnutrición, afecciones respiratorias y enfermedades crónicas degenerativas como el VIH y la diabetes o las de salud mental y emocional, que requieren atención integral y más tiempo.
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Durante los días que duró el encuentro, una de las monjas que trabaja en un albergue ubicado en Palenque, Chiapas, quien es licenciada en enfermería, comentó que «no es lo mismo llegar con hambre que estar desnutrido». Y aunque esta distinción parece obvia, no lo es para los padres y las madres que viajan con sus hijas o hijos en busca de un mejor futuro.
La religiosa cuenta que en el albergue reciben menores de cinco años provenientes de Guatemala y con evidentes signos de desnutrición: baja talla y bajo peso (26 libras o menos). Preocupada, lo hace saber a la madre o al padre, pero estos reaccionan diciendo: «Siempre ha sido así. Siempre ha sido pequeño y delgado».
Lo que es normal para los padres guatemaltecos no lo es para la profesional en salud, ya que constituye una violación al derecho a la alimentación. No es solo el peso o la talla. Es también el estado anímico de la niña o del niño. «No juega. Tiene el cabello quebradizo y una piel muy seca». La negación de una alimentación adecuada es solo uno de tantos otros derechos negados a las niñas, a los niños y, en general, a la mayoría de la población guatemalteca.
Guatemala encabeza la lista de los países latinoamericanos con mayor desnutrición crónica infantil (46.5 % del total) y es el sexto lugar a nivel mundial. Peor aún, el porcentaje de desnutrición crónica infantil en la población indígena rural (58 %) supera cualquier promedio mundial. Es mediante esta vergonzosa realidad como las personas que reciben a los migrantes comprenden mejor que decenas de miles huyan de un país que les niega una alimentación adecuada, una vida digna.
Por un lado, debemos valorar y agradecer enormemente el trabajo del personal de las casas y oficinas de atención a migrantes. Pero, por otro, debemos exigirle al Estado guatemalteco que asuma su responsabilidad y obligación, ya que desde hace décadas viene manteniendo a la mayoría de su población en el olvido y en el abandono.
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