Todos tenemos espacios de incoherencia con los que convivimos: es parte de ser humanos. Pero eso no le resta verdad a la realidad. Vivimos rodeados de situaciones que nos hacen cuestionarnos los principios básicos con los que nos amamantaron el esquema mental. Crecer, en parte, consiste en admitir que mucho de lo que creemos no es sostenible ante el más básico de los argumentos lógicos y que un niño pequeño puede ver los agujeros en la coherencia que manejamos para dormir en paz por las noches.
La premisa básica del derecho penal, por ejemplo, es que una persona es responsable de sus actos y, por lo tanto, susceptible de ser castigada por ellos. La definición legal de locura en el sistema judicial estadounidense es que el imputado sea incapaz de distinguir entre el bien y el mal. Unamos eso a que uno de los conceptos de seres humanos que nos distinguen mejor de los animales es que uno no tiene instintos, sino impulsos. Me explico: un instinto es una fuerza que sobrepasa la voluntad y que obliga a accionar de alguna forma. Yo no miro a alguien ir por la calle, sentir hambre y abalanzarse sobre otra persona solo porque tiene hambre. Eso es tener un impulso (o sea, un deseo, una necesidad), que, por muy imperativo que se sienta, podemos controlar. Por algo existen las marditas dietas (la erre es intencional).
Si las personas somos capaces de sentir el deseo de matar a alguien a macanazos, pero nos aguantamos y le damos paso amablemente en el tráfico, eso quiere decir que tenemos responsabilidad sobre lo que sí hacemos. Y allí viene el problema de querer aceptar una verdad solo a pedazos: no se puede tener ese concepto de persona y argumentar animaladas (en el sentido antropológico de la palabra) como que las mujeres provocan a los hombres a violarlas vistiéndose de cierta manera. ¿Dónde quedó todo el discurso acerca de la falta de instintos animales en el hombre como ser superior? ¿Por qué para matar a alguien no se puede argumentar provocación como causa justa, pero para violar a alguien sí? ¿No sería mucho mejor darle una buena revisada a ese paradigma y volver a otorgarles a los hombres el poder de controlar sus impulsos? No me gustaría estar atada a esa condena, la de no ser responsable de mis actos, porque causas externas me obligan a comportarme de una forma determinada. Pobres hombres.
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Pero las contradicciones no se quedan en el ámbito privado. Toda la sociedad está plagada de problemas perversos que exigen soluciones complejas, considerando todos los puntos que convergen o se influyen. Hace poco tuve la oportunidad de asistir a un almuerzo en el cual se presentaban algunos de los retos para mejorar el funcionamiento de las ciudades, y surgió entre las preguntas el problema de la inyección de dinero en el mercado de bienes raíces por el lavado. A la par de esto está la realidad de la informalidad económica de un altísimo porcentaje de la población. Las mismas barreras legales que ponemos para impedir el lavado de dinero son las que impiden que estas personas puedan bancarizarse y acceder a financiamiento para adquirir vivienda. No podemos abrir un agujero para que pasen unos y no pasen otros sin hacer porosa la barrera.
La realidad no es una línea que pueda verse sin dimensiones. Tiene muchas caras que nos toca aceptar aunque no nos guste una de ellas. Igual que comer de más y no querer engordar. O necesitar privacidad, pero querer sentirse conectado con otras personas. O querer que nos admiren, pero que nos dejen en paz.
Cedemos. Accedemos a soportar las cosas que no nos gustan porque vienen con las que buscamos. Querer apartar lo negativo es esconderse como lo hacen los niños pequeños: tapándose la cara con las manos. No se puede. Podemos, eso sí, admitir que la píldora no siempre es dulce y que toca tragársela con todo.
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