Le doy un vistazo a la maleta con las cosas para el futbol, incluyendo el uniforme y el balón, y tengo un pequeño arranque de nostalgia de esa época en Quito en que el teléfono sonaba a las 7 del sábado para recordarme que había partido. No importaba la hora. La llamada, que casi siempre contestaba mi madre —en la época de los teléfonos fijos, todos en la casa se enteraban—, era segura.
Igual que la espera en la tribuna de la avenida de los Shyris, estructura construida para presenciar desfiles y destinada a ser lugar de convocatoria para las gestas políticas locales. Al menos 30 minutos para que todos aparecieran y comenzara la discusión de a quién le tocaba llevar el balón.
Se puede decir que cada sábado empezó así durante cinco años: improvisando una cancha en lo que alguna vez fue un hipódromo en el parque La Carolina para jugar un par de horas, no exentas de algún incidente con los rivales que ocasionalmente podía llegar a las manos, para luego proceder a rehidratarnos con cerveza y gaseosas.
El equipo había sido nombrado en honor de una marca de preservativos retirada del mercado por un litigio en su registro sanitario. El nombre resultaba chocante para una facultad de derecho, que per se era parte del centro conservador de una pequeña ciudad en los Andes.
Los apodos no faltaban: por lo menos teníamos un Pájaro, un Pollo, un Tin, un Tino, un Hombre de Lata, un Negro, un Enano y un Gordo —ahora a varios nos va bien el sobrenombre—. Tuvimos alguien que le añadió el 10 a su camiseta con cinta adhesiva, tutores que no desperdiciaron la ocasión de enseñar cómo ganarse una tarjeta amarilla, delanteros lesionados por sus propios compañeros en el festejo de un gol, técnicos que tiraron la toalla para salvar nuestras vidas y filósofos del futbol de aquellos que con una cerveza en la mano hicieron discursos para explicarnos que salió mal en nuestras jugadas de laboratorio.
[frasepzp1]
Tal vez la escena inicial de Trainspotting podría servir para graficar la situación.
El palmarés del glorioso equipo no era necesariamente muy extenso. Y por eso nos tomamos en serio el organizar un campeonato en la facultad. Obtener el permiso no fue fácil —con el nombre del equipo era de esperarse—, pero finalmente se consiguió gracias a la invocación de deidades inciertas y a varias horas de antesala con el rector.
El sorteo de los grupos siguió más o menos el guion de las bolas calientes y frías que Blatter admitiría años más tarde. Era invierno. La cancha era un barrizal con algo de césped, reflejo del lugar que el deporte ocupaba en las prioridades de la universidad. Nuestro uniforme era blanco. Las camisetas, donadas por una fábrica de pintura de entre sus materiales promocionales, no duraron más allá de los seis partidos. Los calcetines blancos empezaron como tal el campeonato y terminaron grises y negros. Cada balón disputado era casi un combate cuerpo a cuerpo en las trincheras. Pero allí estábamos: habíamos ganado la semifinal. Euforia. Y, siguiendo al pie de la letra el tratamiento que manda a rehidratar con cerveza y gaseosas, no estábamos en condiciones de jugar la final, que perdimos al día siguiente.
El tiempo, medicina que todo lo cura a través del fomento del olvido selectivo, nos llevó por varios sitios: Centroamérica, Europa, el Paraguay y otras ciudades en el Ecuador. Pero esa esencia está allí, por ahora empaquetada en otro grupo de WhatsApp.
Sí, fueron buenos tiempos para jugar al futbol. Corrección: siempre son buenos tiempos para jugar al futbol (la reservación de la cancha para la semana entrante ya está hecha).
Más de este autor