Develar el racismo es una labor monumental en una sociedad que mayoritariamente se dice no racista, pero que en la práctica social a todos los niveles destila e instila prejuicios y estereotipos sobre los pueblos indígenas para mantenerlos hundidos en el atraso y la pobreza, alejados del poder político, sumisos ante el poder oligárquico y marginados por el Estado. Un aporte valioso pero incómodo para la clase dominante, de la cual emerge ella, quien, aparte de tener conciencia y responsabilidad, afirma: «Es necesario tener valor y coraje para publicar este libro sabiendo que una se enfrenta a toda su familia y descendientes» [1].
En lo personal, conocí su obra hace más de 20 años en Quetzaltenango, cuando la valoré con ella al ritmo del Baile del Rey Quiché y me dejó importantes aprendizajes que comparto. En primer lugar, el racismo antecede al Estado colonial. Dicha ideología venía anidada en lo más profundo de la conciencia e intención de los invasores y fue el determinante que estructuró política, económica y culturalmente las relaciones de poder que caracterizarían al Estado y a las relaciones sociales de allí en adelante.
En segundo lugar, me hizo entender no tanto el racismo, sino su persistencia a lo largo de 500 años, sus transformaciones y sus impactos. Entendí que no solo se impone el racismo a sangre y fuego, sino que también los discriminados, nosotros, ayudamos muchas veces a reproducirlo al normalizarlo, justificarlo, negarlo y plegarnos al poder hegemónico por intereses personales.
En tercer lugar, entendí que el racismo al revés no existe, ya que el racismo nace en los niveles altos del poder constituido, en la hegemonía política, económica y cultural. Los indígenas no pueden ejercer el racismo contra la clase dominante. Lo que hay es recelo, desconfianza y temor por las evidencias que han nutrido la memoria histórica de los pueblos.
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Un cuarto elemento, interpretando la obra, es la actitud que el sistema nos implanta al combatir el racismo individual, que deja de lado el racismo colectivo. Si bien es cierto que el racismo individual se da todos los días en todos los espacios y en todos los niveles de la jerarquía social, los casos de racismo colectivo, como el que rodea la tragedia de los muertos por la erupción del volcán de Fuego o la negación del genocidio, demuestran la marginación de los pueblos indígenas y la intencionalidad del Estado contra estos. Y lo mismo se puede decir de la cobertura educativa, de la falta de educación bilingüe, de la desnutrición infantil, de la pobreza, de la migración, del alejamiento de la representación e interlocución política que afecta a la mayoría guatemalteca, pero con más intensidad a los pueblos indígenas. Este racismo estructural se ve muchas veces soslayado a causa de los casos individuales.
Finalmente, entendí, desde la obra de Marta Elena, la pigmentocracia que condiciona la estructura de poder por el color de la piel. Al respecto, ella comprueba «el tipo de racismo de la clase dominante, que es más de carácter biológico-racial que cultural». Y agrega: «Si creíamos que en otros países de Europa o en Estados Unidos se había pasado de un racismo biológico a uno cultural, en Guatemala los prejuicios y los estereotipos de racismo biológico o genético seguían siendo mayoritarios, con expresiones muy insultantes hacia los pueblos indígenas» [2].
En la presentación de la quinta edición en la capital el pasado 7 de junio, el presentador contaba que en la inauguración del Paseo de la Sexta hubo una exposición de libros, dentro de ellos el de Marta Elena. Al pasar Álvaro Arzú, este, incómodo y en una clara muestra de intolerancia racista, le dijo al editor que, si seguía presentando el libro, le iba a negar su permanencia. El presentador sentenció más o menos: «Hoy Arzú ya no está. El libro sigue, no desapareció». En consecuencia, Marta Elena y sus aportes siguen y seguirán vigentes, agrego yo.
[1] Casaús Arzú, Marta Elena (2018). Guatemala: linaje y racismo. Guatemala: F&G Editores. Quinta edición, página 258.
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