Acaba de constituirse el Frente Ciudadano contra la Corrupción. Allí hay de todo un poco en términos de representación de sectores sociales, pero está claro cuál es el perfume dominante. No es precisamente olor a transpiración de clase trabajadora. Huele a otro tufo: el de clase empresarial. Y, en todo caso, con el agregado de acólitos que hacen de coro (podrá ser a libro universitario, a pom de guía espiritual y un etcétera a discreción).
Nadie en su sano juicio puede apoyar la corrupción y la impunidad. En eso no hay contradicciones. Es políticamente correcto condenar ciertas prácticas humanas tenidas por asociales, por dañinas. Pero allí arrancan ya los problemas: ¿quién decide lo bueno y lo malo? Un usurero es ilegal y condenable, pero no así un banco legal. Decía Bertolt Brecht que «es delito robar un banco, pero más delito es fundarlo». En ese sentido, la corrupción es un mal, un cáncer social. Pero la transgresión es algo intrínsecamente humano. Si hay ley (y eso es lo que nos humaniza, lo que nos distingue del reino animal), existe la posibilidad de su transgresión. Sin justificar las conductas transgresoras, debemos entender bien de qué estamos hablando.
¿Por qué desde el 2015 se da esta supuesta batalla frontal contra la corrupción, esta que pareciera una nueva cruzada moral? ¿Por qué ahora, desde hace un par de años, la corrupción se entroniza como el nuevo demonio a vencer? ¿Por qué ahora las fuerzas más conservadoras —la alta cúpula empresarial nacional y la embajada representante de la primera potencia capitalista del mundo— levantan estas banderas? ¿No huele a gato encerrado?
Por supuesto que sí. Y hay que hacerlo ver con la mayor energía.
Guatemala presenta índices de pobreza alarmantes. Eso es histórico y estructural. ¡Y no se debe a la corrupción de algún funcionario público mal portado que se queda con algún vuelto! La causa está en la injusticia de base, en la inmisericorde explotación a la que se ve sometida la amplia mayoría de la población. La clase trabajadora guatemalteca (rural o urbana: campesinos pobres con ingresos estacionales u obreros industriales, subocupados varios, empleados públicos, amas de casa) está sometida a una exclusión fabulosa. El salario básico no llega ni a la mitad de la canasta básica, y al menos la mitad de la población asalariada del país ni siquiera tiene eso.
Las condiciones de vida son francamente paupérrimas porque, o no hay oportunidades laborales, o los puestos de trabajo están pésimamente remunerados. La tenencia de la tierra —aspecto fundamental de la economía nacional— es tremendamente desigual, de manera que un porcentaje ínfimo de terratenientes concentra la amplia mayoría de las tierras cultivables. Para muchísima gente, la única salida posible a esa situación es la migración en condiciones irregulares hacia Estados Unidos (más de 200 personas diarias).
Junto con lo anterior, otras lacras sociales igualmente deleznables conforman la dinámica cotidiana: patriarcado, racismo denigrante, profunda cultura alcohólica. La corrupción está instalada como un elemento más de ese paisaje desolador. En ese sentido, la corrupción es un efecto de una historia de desgarrones, pero no la causa .
La nueva geoestrategia estadounidense ha tomado la lucha contra la corrupción como una causa suprema, moralmente encomiable. ¿Quién podría oponérsele? Y allí anida la mentira: esa cruzada anticorrupción puede aunar —idealmente— todos los sectores sociales sin «diferencias de ideologías, banderías o posiciones políticas», como reza la carta fundacional del Frente Ciudadano contra la Corrupción recientemente aparecido.
Engendro raro, por cierto. Ante la avanzada de las actuales mafias a través del llamado pacto de corruptos (que logró quitar al titular de la SAT, ganar la presidencia del Congreso y apuntar al Ministerio Público pidiendo la retirada de la Cicig), la estrategia de Washington retruca y el alto empresariado nacional (su socio local) saca la artillería pesada. ¿Le tocará el turno a Arzú ahora?
Estamos ante reacomodos de los capitales (tradicionales y emergentes), pero la población siempre está como convidada de piedra, aunque en este nuevo frente aparezcan aires izquierdosos y sociales.
Una vez más, la corrupción no es la causa. ¡Es un efecto! Que los árboles no impidan ver el bosque.
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