Puntualmente, es de finales del siglo XIX. Hay datos interesantes que lo muestran. El involucramiento de Estados Unidos en Asia (concretamente en Japón) es de las primeras aventuras de dicho país intentando transferir no solo tecnología, sino también un diseño político orientado al constitucionalismo. En ese mismo contexto (1898), Estados Unidos derroca el gobierno monárquico de Hawái (usando sus propios terratenientes asentados allí) para promulgar una Constitución al estilo estadounidense y terminar de abolir la monarquía. Con esto se da la anexión de Hawái, que, por cierto, no obtendría la categoría de estado sino hasta 1959. El interés de Estados Unidos por esta región mete también a Filipinas en nuestra conversación, pues no hay que olvidar el inicio de la guerra filipino-estadounidense (1899). Es decir, en el siglo XIX se dará no solo la expansión interna de Estados Unidos (la conquista del oeste), sino también la obtención concreta de territorios en los cuales, con mayor o menor grado, se pretende influir políticamente, si no anexar. No cabe duda de que Estados Unidos traicionaba así la sugerencia que su primer presidente había legado en su carta de despedida. Jorge Washington, al dejar la presidencia en 1796, llamaba a la joven nación a no caer en los errores de la ambición expansionista europea.
Pero una cosa es la adquisición de nuevos territorios (por claras razones de carácter expansionista) y otra la expansión, que se entiende como el mecanismo para conseguir la estabilidad en naciones que se perciben volátiles. La experiencia estadounidense de la posguerra, concretamente la partición alemana, la inyección económica para tutelar la reconstrucción alemana y la ocupación y reconstrucción del Japón (1945-1952), es el mejor ejemplo. Es precisamente con estas experiencias de la segunda mitad del siglo XX como Estados Unidos entra en el juego del state-nation building. Y, dicho sea de paso, Alemania y Japón son dos casos muy exitosos (si bien no hay que desmerecer el esfuerzo de las clases políticas locales para hacer efectivo el proceso). Eso sí, la receta no ha sido muy efectiva si hacemos el balance en Irak o Afganistán. También de paso, y cómo una nota histórica al pie, una semilla de lo que será la práctica del state-nation building aparece ya en un editorial de 1877 del New York Herald respecto a México. Dicho texto afirmaba que Estados Unidos debía no solo ocupar un territorio mayor, sino también anexarlo —para lograr mayor orden y estabilidad en México—. Es decir, no había sido suficiente la adquisición de Colorado, Nueva México, Texas, Kansas (vieja república de Texas) y Oklahoma (vieja república de Texas) gracias al Tratado Guadalupe-Hidalgo, sino que además Estados Unidos debía hacerse a toda costa del dominio de Baja California, Sonora, Chihuahua, parte de Nuevo León, Sinaloa y Durango. Los motivos para seguir interviniendo en México no eran ya la típica expansión territorial para extraer recursos, sino asegurar el orden en un país que era —y es— increíblemente violento e inestable. Cualquiera que conozca la historia mexicana sabe que dicha nación se encuentra en guerra o en conflicto interno en la primera década de cada siglo.
En el documento State-Building, Nation-Building, and Constitutional Politics in Post-Conflict Situations: Conceptual Clarifications and an Appraisal of Different Approaches se muestra con claridad la diferencia entre el concepto de construir naciones y el de construir Estados, así como la reciente preferencia que la política exterior estadounidense ha tenido por el segundo. Durante la segunda mitad del siglo XX y la primera década del XXI ha sido un juego variopinto en el cual el menú pasó por los regímenes marioneta que se ponen y quitan a conveniencia (Noriega en Panamá), la concesión del estatus de estado asociado a cambio de recursos naturales (la Operación Manos a la Obra en Puerto Rico), los interminables intentos por derrocar a Castro y la invasión unilateral, ocupación, reconstrucción y tutela vivida en Irak a partir de 2001. Y muy contemporáneamente encontramos la cooperación diseñada para reconstruir infraestructura básica o sensitiva (en contextos ya democráticos) con la finalidad de incidir en el diseño de la arquitectura institucional. De esto último, la Iniciativa Mérida es un ejemplo en México. Y en el Triángulo Norte tenemos la agenda planteada por la Iniciativa Regional de Seguridad en Centroamérica (Carsi, por sus siglas en inglés). No digamos el Plan Alianza para la Prosperidad. No se trata ya de la burda lógica invasión-ocupación, sino del uso de instrumentos específicos de cooperación para consolidar el diseño institucional que la política exterior estadounidense considera ad hoc. En esta posición de política exterior estadounidense, la cooperación no es solo cooperación, sino el proceso que permite construir Estado en contextos en vías de posconflicto donde se ha fracasado en dicha tarea. Dicho sea de paso, con lo anterior no juego la carta del imperialismo. Se trata de reconocer que determinados Estados que superan las asimetrías regionales van a utilizar racionalmente este nivel de influencia. Lo hacen porque pueden. Es el profundo principio establecido en la pregunta de por qué el perro se lame los testículos: pues porque puede.
Habría que agregar, para futuras discusiones en torno al state building, el apropiamiento tan particular que la política exterior estadounidense ha hecho de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig). Los miembros de la Cámara de Representantes aprobaron por votación una enmienda que buscaba proteger los fondos estadounidenses destinados a la Cicig y, por cierto, también a la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (Maccih). Los últimos dos años de experiencia Cicig en Guatemala deben entenderse no solo desde la tan trillada discusión de los ciacs y las estructuras paralelas. Es parte constitutiva de la agenda estadounidense del state-building. No hay ocupación militar para destruir un régimen hostil, pero hay un proceso de depuración sistémica que afecta al Gobierno, al sector privado y a la sociedad civil. La lógica clásica invasión-ocupación-reconstrucción se traslada, en este contexto, a la depuración, a la tutela (consolidación de liderazgos u otorgar el visto bueno a posibles perfiles de funcionario), a la provisión de instrumentos institucionales (no impone una Constitución nueva, pero promueve reformas sugeridas) y, finalmente, a la estabilización (traslado de capacidades), que en el caso de Guatemala concluiría simbólicamente con un proceso electoral realizado en condiciones distintas gracias a las reformas electorales.
Por último, hay que apuntar el cambio de estrategia más interesante. En el clásico proceso del nation-state building, Estados Unidos siempre había intentado construir alianzas con las élites tradicionales o producir élites afines. Pero, concretamente en la experiencia Guatemala-Cicig, hay un cambio en esta posición. Queda claro que, al momento de inquirir (desde la posición estadounidense) cuál es la manera más efectiva de rediseñar institucionalmente un país en vías de posconflicto que además se percibe cómo inestable, ingobernable y corrupto, las élites son parte del problema, no de la solución. La posibilidad de imponer sanciones o incluso de levantar cargos criminales contra élites locales (políticas y económicas) sospechosas de corrupción (es decir, si interfieren en las investigaciones o en los procesos judiciales contra la corrupción) es una nueva variable.
No hay duda de que la Cicig, cual instrumento de la política exterior de Estados Unidos, ha venido a ser la llave que permitió entrar hasta en la cocina.
Y qué bueno.
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