Aunque es una reforma kilométrica y dinosaúrica, tal vez los aspectos más interesantes (en mi opinión) sean estos cuatro: 1) barreras electorales, 2) modificación de los distritos, 3) listados y 4) financiamiento. Es imposible ocuparme de estos cuatro aspectos en este espacio, así que iré por partes. Además, quiero dejar claro que la extensión de esta columna no le hace justicia a una reflexión profunda, por lo que el artículo es precisamente eso: un acercamiento para proveer ideas generales.
A ver. Si hubiera que ponerle un nombre a esta reforma, quizá este apuntaría a una fijación en el tamaño. Así es. El tamaño cuenta y no solo en el sexo. Esta sería entonces, a muy grandes rasgos, la ley de los partidos grandes. De fondo hay que tener claro que esta propuesta de reforma no está directamente relacionada con el tema de la participación, sino con el tema de la calidad de la representación. Como aspecto metodológico, esta propuesta de reforma supone que basta con el acceso universal a la participación tipificado en los derechos clásicos liberales. Lo que intenta modificar es cómo las demandas se transforman en curules y producen partidos más grandes que favorecen la estabilidad y, por lo tanto, la toma de decisiones. Esto, en el afán de evitar la fragmentación extrema del Estado de partidos. En el debate teórico, parece que esta idea de un sistema estable a raíz de menos fragmentación choca con el aparente dogma de las izquierdas en torno a que las sociedades heterogéneas y diversas por fuerza requieren orientarse al modelo del pluralismo exacerbado. Por lo tanto, para asegurar una representación de grupos denominados minoritarios, las barreras de entrada (electorales) y el requerimiento de votos para perdurar como partidos se estipulan en porcentajes muy bajos. Si bien lo anterior es razonable, no asegura una representación de calidad, en particular cuando el resultado son bancadas minoritarias propias de partidos de cartón. Habría que apuntar otra cuestión, y es que, si somos honestos, la fragmentación actual del Estado de partidos en Guatemala, comparada con otros países, no parece tan extrema (como el caso del parlamentarismo israelí), pero el problema no es la fragmentación en sí, sino que los partidos pueden ser muchos pero aun así consolidados. De nuevo, el parlamentarismo israelí es un caso de ello, al igual que la actual democracia chilena, que suma ya una veintena de partidos. Por lo tanto, en dichos casos, lo que existe, aunque sean muchos partidos (y chiquitos), cumple totalmente con representar al elector al que se debe. Y cuenta al momento de la toma de las decisiones, pues no hay bancadas inútiles que roben espacio.
Ahora, uno de los puntos medulares de esta reforma es la cuestión sobre el número de afiliados que se debe tener. La reforma estipula que, para que un partido pueda operar como tal, debe «contar como mínimo con un número de afiliados equivalente al 0.50 % del total de ciudadanos inscritos en el padrón electoral nacional utilizado en las últimas elecciones generales». En la primera versión de la reforma se hablaba de un 0.30 % del padrón electoral vigente. Estos números pueden asustar dependiendo de cómo se lean. Y allí está el detalle. Un partido con mayor número de afiliados debe traducirse, después de la elección, en un partido de mayor presencia en la Cámara.
El interés de tener partidos grandes, en lo que referente a la literatura de ciencia política aplicada a los sistemas presidenciales latinoamericanos, no está fija ni enfermizamente encasillado en la idea de promover un bipartidismo rígido. De hecho, los contextos de bipartidismo rígido lo son no solo por la arquitectura institucional, sino también por profundas cuestiones de arraigo partidista y de cultura política. Es difícil replicar esos condicionamientos culturales en América Latina. Tampoco existe tal cosa como el bipartidismo imperfecto, categoría inexistente, pero que suena mucho en el debate guatemalteco. Lo que sí está claramente anotado en la literatura es la necesidad de otorgarles a los ejecutivos bancadas funcionales que les permitan alejarse del bloqueo y conformar una oposición que cuente en términos de partidos efectivos: la práctica del bipartidismo flexible y el pluralismo moderado son lo mejor para asegurar un sistema funcional. Porque, a mayor fragmentación del espectro político, entre más se alejan los partidos del centro, más difícil es la toma de decisiones.
Ahora bien, ¿todo esto se produce con esta propuesta de reformas a la LEPP? La respuesta es no. La lógica de esta LEPP (me parece) plantea la siguiente dinámica: a) elevar las barreras electorales, b) partidos de mayor tamaño útiles en la toma de decisiones, c) financiados por el Estado para apoyar la consolidación. El premio a permanecer y perdurar bajo estos nuevos criterios es el financiamiento estatal.
Cuatro implicaciones fundamentales de esta reforma:
- Pagar los partidos que se quieren. Obligar a la ciudadanía a entender que la virtud cívica no es la protesta civil ni las trompetitas, sino contribuir económicamente a la consolidación de la democracia. Si no nos gusta que el sector privado secuestre partidos, debemos entonces sufragarlos nosotros. Ojo. Si este punto se remueve de la LEPP (como parece que sucederá), queda claro que la sociedad guatemalteca no está lista para tener democracia de calidad. Bajo un esquema de financiamiento público o mixto, el punto es el acto ciudadano de pagar en un porcentaje más que simbólico por la clase política que quiere. Dicho sea de paso, la propuesta de LEPP establece 0.7 % del producto interno bruto para financiamiento.
- Obliga a que se juegue con los partidos que hay, los cuales se verán las caras permanentemente y tendrán que aprender el valor de cogobernar. En teoría, digo, ya que sigue abierta la carta del transfuguismo durante el año electoral, lo cual es ridículo que se sostenga ante la lógica de la reforma.
- Si la carta del financiamiento público se sostiene, sería posible obligar a que las derechas se institucionalicen en una sola propuesta política. Sería trasladarlos al caso salvadoreño. Aunque, dado que no hay colmillos de fiscalización para el proceso de formación de partidos (en torno al dinero), se genera un incentivo perverso: recibir dinero de cualquier contexto en el proceso de formación, que ahora es más complejo.
- ¿Que se suben las barreras de entrada? ¿Que esto afectaría a los sectores progresistas y a los grupos minoritarios? Pues sí y qué bueno. Me explico antes de ser linchado. A lo mejor se obliga a madurar políticamente, de manera que la participación vaya configurando un ejercicio de frente amplio que aglutine sectores, y no participaciones minúsculas que responden a liderazgos egoístas. Es decir, una articulación social que incluya minorías étnicas o de género o clases medias urbanas con una agenda pragmática y con la intención clara de hacerse partido por una sola razón: meter diputados e incidir en la agenda. El poder está en el Legislativo.
Más de este autor