En atención a la clásica definición que hace Bagehot, continuada por Sartori, Morlino, Pasquino y tantos otros, hay tres regímenes fundamentales: presidenciales, semipresidenciales y parlamentarios. Cuando la cosa se pone más interesante para los politólogos, la clasificación se complejiza para aprender a distinguir entre regímenes presidenciales parlamentarizados y regímenes presidenciales con matices parlamentarios. Además, habría que introducir otra variante novedosa: los presidencialismos denominados de coalición, que conforman coaliciones establecidas, estables o permanentes de gobierno, incluyendo el reparto voluntario del botín a la denominada oposición (cuando la oposición participa en la conformación del gabinete). Lo anterior, para politólogos latinoamericanos como Jorge Lanzaro (que han estudiado a fondo el problema de los regímenes políticos) es la expresión máxima de la parlamentarización de un presidencialismo. Pero en América Latina son pocos los casos.
Desde los años iniciales del clásico debate Nohlen-Linz, cualquier persona que estudia ciencia política se pone la camisa de un bando u otro. El team Nohlen favorecerá la máxima de que la ventaja del presidencialismo es que resuelve sin importar cómo. Quienes se visten con la remera del equipo Linz apuntarán a la preferencia de un sistema que fiscaliza y limita estructuralmente al poder ejecutivo. Por eso, en términos concretos, tanto la diferencia entre uno y otro sistema como la preferencia por las prácticas de tipo parlamentario se dan porque las democracias parlamentarias tienen la característica de hacer emanar el Ejecutivo de un acuerdo político, dado que la Cámara es el único órgano que conlleva soberanía popular. Por lo tanto, el Ejecutivo y concretamente quien ocupa la posición de primer ministro (el primero entre sus pares) se deben totalmente a los demás parlamentarios, pues en ellos está materializada la soberanía popular. En el caso de las democracias presidenciales hay un interesantísimo problema: la cuestión de la legitimidad dual, pues ambos poderes (ejecutivo y legislativo) son, en esencia, producto de la expresión soberana popular. Las elecciones populares, sistematizadas, regulares e ininterrumpidas juegan un rol fundamental: definir entonces la conformación de los poderes (habrá quienes planteen elecciones intercaladas para obligar al Ejecutivo a dialogar con un nuevo Congreso). En sistemas presidenciales con balotaje (en razón de una fragmentación del estado de partidos que obliga a definir claramente la tendencia ganadora) es vital el ritual de la aceptación de la derrota. Cuando el candidato perdedor públicamente acepta la derrota y llama a sus partisanos a legitimar el resultado, se termina el momento de conflicto y se puede pasar al principio de unificar el país desde la magistratura presidencial.
El Ecuador de hoy nos muestra la importancia de ese acto, de este ritual que dota de legitimidad el proceso electoral. Ahora, en lo que respecta a los regímenes presidenciales, la legitimidad presidencial no tiene nada que ver con la popularidad del presidente. Si los mecanismos que lo eligen, el sistema diseñado y las reglas electorales son legítimos, entonces la presidencia es legítima, de modo que puede haber presidentes impopulares sin que esto sea causal para acusarlos de ilegítimos (mucho menos el ser presidentes de facto). Puede haber casos atípicos en los cuales la presidencia es legítima porque se adquiere en el uso de los mecanismos del sistema, pero no se gana el voto popular. Y encima de todo, ser un presidente poco querido. Es el caso de la presidencia de Trump: es legítima, pero no tiene el caudal del voto popular. Estados Unidos es el único sistema presidencial en el cual se gana la elección sin obtener la mayoría de votos populares. Los elitistas y antidemocráticos (la palabra democracia no aparece en la Constitución estadounidense) diseñaron este sistema para que las masas idiotas no pusieran en el poder ejecutivo a otro más idiota. Menos mal.
Así las cosas, en atención a la denominada legitimidad dual, la relación ejecutivo-legislativo obliga a trazar fundamentalmente líneas de interrelación entre los poderes.
Se tiene la percepción de que los regímenes presidenciales están diseñados literalmente para hacer lo que le plazca al titular del Ejecutivo, pero en realidad la tipología del presidencialismo puro es un Ejecutivo constitucionalmente delimitado con precisión en sus funciones y con establecimiento de mecanismos de fiscalización por parte de la Cámara. El caso típico de esta clasificación es el presidencialismo estadounidense, que, si bien puede optar por decisiones denominadas ejecutivas (pasando por encima de su estructura bicameral), el diseño permite que las dos Cámaras tengan la posibilidad de no otorgar financiamiento a los proyectos del Ejecutivo. En tipologías no puras como el hiperpresidencialismo mexicano, sus atribuciones autoritarias no estaban en la Constitución sino en aspectos metaconstitucionales, como el dominio mayoritario de la Cámara, al punto de que en sus mejores años el priismo pudo conformar un dominio de ambas Cámaras superior al 88 % y construir así el concepto de la cámara soviética: el presidente era, al mismo tiempo, la cabeza de su partido y el líder de ambas Cámaras. Cuando el dominio de las Cámaras (o de la Cámara) es claro bajo un mismo partido, con la posibilidad de no recurrir por incentivos racionales a ejercicios de coaliciones de aprobación parlamentaria (que no es lo mismo que alianzas paras sacar legislación), estamos frente a la posibilidad de discutir la existencia de un régimen. Un Ejecutivo que no tiene dominio claro en la Cámara, cuyo partido apenas supera el 15 % de curules y que requiere de nuevas coaliciones para cada punto de la agenda no es un régimen, sino un presidencialismo debilitado. La expresión última del presidencialismo debilitado es la situación del deathlock, el punto muerto donde la oposición (o los partidos que juegan a ser oposición) paralizan toda la agenda legislativa.
Se dice por lo general que el sistema presidencial está diseñado para ser estable y que, por lo tanto, el mandato presidencial es fijado de forma rígida. Excepto en situaciones increíblemente graves, el mandato presidencial no puede ser interrumpido. Este es un tema que, dicho sea de paso, cuesta entender, pero, en atención a la herencia de la dificultad que significó la transición a la democracia, los jóvenes regímenes democráticos de América Latina apuntaron esta condición concretamente pensada en la práctica histórica del veto pretoriano. Y, como hemos visto en ocasiones, hay nuevos actores de veto que pueden cesar un mandato presidencial (la ciudadanía, el sector privado, actores de tutela internacional) sin necesariamente pasar por los mecanismos establecidos para la interrupción del mandato. Interrumpir el mandato no es el problema, sino el cómo y la forma. Por suerte, y a pesar de creerse lo contrario, las democracias en la América Latina postransición han soportado un estrés sistémico que posiblemente las democracias parlamentarias europeas no podrían llevar.
Fiscalizar al Ejecutivo es fundamental. La clásica accountability horizontal (dependiendo de la profundidad de los mecanismos) puede mostrarnos sistemas presidenciales con matices parlamentarios o parlamentarizados. Por ejemplo, la Constitución de Costa Rica (presidencialismo con matices parlamentarios), en su artículo 126, inciso 24, refiere que la Cámara puede emitir un voto de censura, pero que este no es vinculante para la destitución obligatoria del mandatario. El mecanismo es simbólico, como sucede en muchas constituciones latinoamericanas. Ahora, plantear el juicio político (o el impeachment, que no es lo mismo) requiere razones específicas, concretas y verificables que permitan retirar al titular del Ejecutivo de su prerrogativa. En los sistemas unicamerales, el juicio político requiere simplemente de indicios graves, un número de parlamentarios unificados en criterio y tal vez (el mejor escenario) un escándalo suficientemente brutal. Si se ponen de acuerdo, se le van a la yugular al presi. En sistemas bicamerales, donde el impeachment es la regla, es el Senado el que investiga las imputaciones y aparta al presidente de su cargo durante el tiempo que dura la investigación. El Senado requiere dos tercios de su conformación para poder ejecutar. Por lo general, los presidentes prefieren renunciar antes que pasar por el impeachment, siendo el caso clásico el sistema estadounidense. En los más de 300 años que tiene la democracia presidencial constitucional estadounidense, pocas veces se ha hablado de impeachment. De 14 procesos de destitución iniciados a nivel federal, solo 4 acabaron con una resolución condenatoria. Solo dos presidentes han sido juzgados mediante este procedimiento, Bill Clinton (1998-1999) y Andrew Johnson (1868), y los dos fueron absueltos. Richard Nixon interrumpió el proceso al dimitir de su cargo en 1974. Puede no gustar, pero es una forma de fiscalizar y limita el poder.
En América Latina, entre los procesos de impeachment históricos y bien recordados tenemos los casos de Collor de Mello en Brasil y de Carlos Andrés Pérez en Venezuela. Ambos argumentaron que habían recibido un golpe de Estado técnico, pero reglas son reglas. Sobre los casos de golpe de Estado típico tenemos lo sucedido en Honduras en 2009 (al presidente lo sacan en calzones y lo ponen en un avión) y en Venezuela en abril de 2002, donde el empresariado y un sector de las fuerzas armadas (para variar) desconocieron a Hugo Chávez. La situación se estabilizó, pero el hecho de que un presidente elegido popularmente sea arrestado por las fuerzas armadas es un golpe de Estado (independientemente de si el presidente es de izquierda o de derecha).
Hablando de Venezuela, lo sucedido en semanas pasadas abre un foro de discusión muy interesante para los politólogos. Primero, la nomenclatura. La oposición venezolana (elegida bajo las mismas reglas de elección del actual Ejecutivo —ambos son poderes soberanos—) hablaba de un golpe de Estado. El secretario de la Organización de Estados Americanos hablaba de un autogolpe. En realidad, la Cámara no fue disuelta físicamente, al punto de utilizar militares para retirar a los parlamentarios (aunque esa práctica se implementa con parlamentarios individuales). Los partidos no fueron abolidos (no está presente el elemento típico de los partidos anulados que hay en el golpe de Estado clásico). Hubo un desconocimiento de atribuciones parlamentarias que pasan al Judicial, en el uso de un mecanismo constitucional que así lo permite. Entonces, más allá de preguntarnos qué hubo, hay un debate entre la legalidad de un mecanismo constitucional que permite declarar en rebeldía al Parlamento y la legitimidad de estas acciones, pues los jueces del supremo fueron colocados por el actual Ejecutivo. Qué tanto un Ejecutivo puede influir en los otros poderes (aunque sea de forma legal) es una preocupación válida para todo demócrata republicano.
La cosa no es blanca o negra, sino con tonos grises. ¿Quién dijo que la ciencia política es aburrida?
Venga este pequeña pieza en memoria del gran titán de la ciencia política Giovanni Sartori, fallecido ayer. En ciencia política no se trata solo de estudiar el poder por sí mismo, sino también ese fenómeno tan antiguo y complejo: la democracia. Esa suerte de estado de cosas sobre el cual creemos estar y en el cual decimos que deseamos profundizar. «Solo sabiendo qué es la democracia, en qué consiste, cuáles son sus valores, pilares y fundamentos, sabremos qué podemos esperar de ella» (¿Qué es la democracia?, Sartori).
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