Y esto, dicho sea de paso, resulta bastante limitado en la conceptualización. Por ejemplo, sería mucho más atingente un aggiornamento del debate y plantear la preferencia de la democracia liberal frente a formas democráticas en las que persisten vicios autoritarios. Por lo general, en la tipología anterior siempre encontramos articulaciones políticas de extrema izquierda o de extrema derecha, para quienes el ejercicio democrático es simplemente un fantoche.
Creo que es legítimo apuntar que la democracia, en su conformación moderna —con sus tonos de grises—, no ha significado lo mismo para todos los contextos que hoy se califican como procesos postransición o en vías del posconflicto. La vivencia y el abrazamiento de la forma democrática no varían de un lugar a otro. Por ejemplo, el proyecto europeísta construido luego de la posguerra no puede entenderse sin esa fantástica lección (poco citada por cierto) que nos dejara Jean Monnet en referencia a la unión del acero y el carbón. La reconstrucción de Europa requería, como bien lo apuntaba Monnet, «unir no países, sino hombres». La esencia de ese original proyecto europeísta en boca de Monnet restauraba el ideal griego del ámbito del ágora: un espacio pacífico, de tolerancia del disenso, de aceptación de la pluralidad de opiniones y del ejercicio de conciliar para, en efecto, lograr el consenso. Eso, el respeto al consenso de derechos, solo puede lograrse cuando existen instituciones, es decir, reglas legítimas por la cuales, sin importar lo grande o chico del colectivo donde se realiza el juego político, todos los actores respetarán lo pactado en los momentos fundacionales. Porque las reglas evitan la personalización del sistema democrático.
Monnet apunta en Mémoires: «Nous ne coalisons pas des États. Nous unissons des hommes» (Nosotros no aliamos Estados. Unimos hombres). Una cita hermosa: «Los hombres pasan. Otros vendrán que nos remplazarán. Lo que podemos dejarles no será nuestra experiencia personal, que desaparecerá con nosotros. Lo que podemos dejarles son instituciones. La vida de las instituciones es más larga que la de los hombres, y las instituciones pueden así, si son bien construidas, acumular y transmitir la sabiduría a las sucesivas generaciones» (pág. 449).
¿Por qué, entonces, el desencanto con la democracia formal occidental (de partidos)?
¿Es la historia de la democracia una que siempre apunta a crisis recurrentes? Es una pregunta legítima.
Inicialmente es posible apuntar hacia el secuestro de la democracia por parte del asalariado de la política o del técnico de la política. Lo anterior ha generado, en no pocos contextos recientes, el llamado a radicalizar la democracia. Mucho se ha escrito, aunque poco se puede agregar a las aportaciones hechas por Chantal Mouffe en El retorno de lo político.
No se trata solamente de apuntar que hay formas de participación más cercanas a las comunidades locales (o colectivos primarios) que pueden compartir existencia frente a los partidos tradicionales. La cosa es más compleja que lo anterior. Se trata de un debate medular que esa sobrejuzgada democracia occidental heredada por hombres blancos europeos nos plantea: o hay de facto un consenso racional (como apuntaría Rawls) sin exclusión de ninguna naturaleza entre individuos que no oponen conflicto alguno, o el juego político (como explican Mouffe y Laclau) está sustentado en un carácter antagónico de lo político. Por ello, por ese acto de invisibilización aparente generado por el enfoque institucionalista, se apuntará que la democracia actual es incompleta.
¿Hacer de lado el conflicto?
¿Y con ello desconocer el set de reglas básicas?
¿O transitar de lo antagónico a posiciones contrapuestas que puedan ser resueltas en el juego democrático?
De esto en la siguiente entrega.
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