No dije nada y de inmediato le di el teléfono. Supuse que eso quería. Lo tomó y volvió a pedírmelo. Le contesté que ya se lo había dado y sonrió nervioso. Luego se fue, guardándose el teléfono y el arma, mientras la gente miraba la escena, evitando mirarme a toda costa, como si me hubiese contagiado de algo maloliente y virulento.
Lo tomé bien. Digo, no me alteré más de lo normal. Al fin de cuentas, la posibilidad de una bala incrustada en mi pecho no es de tomarla a la ligera. Aún así, hice lo que podía: cruzar a la izquierda y manejar hasta la agencia de la compañía de teléfonos.
Tomé un número y me senté a esperar. Veinte minutos más tarde, una empleada me informaba que el teléfono por el que pago un seguro y que me habían facilitado sin costo en la compañía, ahora valía dos mil quetzales y tenía que pagarlos. En pocas palabras, me asaltaban otra vez. El seguro era sólo por deterioro o daños. No cubría el robo.
Por supuesto que no pagué la suma. Y creo que fue lo mejor, porque al día siguiente leí en el periódico que el accionista mayoritario de la compañía de teléfonos es el hombre más rico del mundo. Vaya, esto parece ser un negocio redondo. El ladrón se quedó con mi teléfono por el que le darán unos quinientos quetzales, mientras la compañía me vende el teléfono sobrevalorado. Y claro, mi teléfono robado lo activarán con otro cliente.
Pero mi mala suerte no acabó ahí. Estando en un bar, alguien tomó mi reproductor de música de los bolsillos de mi chaqueta, que confiado dejé en la silla mientras rondaba por la barra. Fabuloso.
La cereza del pastel la tuve ayer, cuando un hombre chocó mi auto en un estacionamiento. El tipo iba borracho. Su esposa también. Llevaban a su hija, de unos trece años. Tuvimos una discusión porque no pensaban pagarme y la hija entró en crisis. Lloraba a mares frente a mí, mientras su madre intentaba golpearme. El marido la detenía mientras ella decía que mi auto era una porquería y que por gente como yo Guatemala está mal. ¡Arriba Guate!
No ha sido mi mes, definitivamente. Como muchos, soy un sobreviviente. Una catástrofe tras otra. La verdad no sé qué más esperar, sino a que esta mala racha termine y pronto.
Este domingo preferí quedarme encerrado en casa. En la tarde, abrí una cerveza y me dispuse a malgastar mis horas en la internet. El plan iba perfecto, la cerveza helada en mano, mientras un sol ardía tras la bruma.
Un calor inundaba el estudio de mi apartamento. Leía tuits, como intentando perderme de mí. Hasta que llegó el punto crítico. Un tipo diciendo que “Los más pobres son los que más necesitan capitalismo, Con todo mi corazón ojalá que aprendan a ganar dinero y se hagan millonarios.”
Vaya. Afirmar que los pobres lo son porque no han aprendido a hacer riqueza, es lo mismo que decir que los ciegos lo son porque no han aprendido a ver y que a mí me asaltaron porque no he aprendido a evadir la violencia. Un traslado de responsabilidad de lo más cómodo para el agresor.
Siguiendo mis lecturas por terrenos escabrosos, descubrí a otro tipo diciendo que ningún honesto se uniría a la marcha campesina que viene hacia la capital, porque la gente honesta tiene que ir a trabajar. Como si esta gente no estuviera sacrificando nada.
Creo que ambas son formas muy limitadas de ver las cosas. Aún así son argumentos muy populares, persistiendo por encima de su fragilidad. El problema es que nadie quiere ver más allá, porque incomoda. Pensar que el desarrollo es producir más es situar a la producción por encima de la humanidad y eso es absurdo.
Pensar que exigir un derecho es un crimen es legitimar la explotación. Creo que las murallas invisibles que levantamos entre nosotros son más gruesas de lo que aparentan. Ser incapaz de mirar las circunstancias del otro y al menos escucharlo, es a la postre, un atentado en contra de la civilización.
Se supone que nuestra especie es la que posee la más avanzada conciencia de sí misma; pero parece que sólo nos sirve para corear himnos y cobrar cheques. Esta gente, que piensa que no depende de nadie más que sí mismo, ¿de dónde cree que salen las cosas?
Si el ingenio del individuo, su creatividad, no se concreta en un efecto de utilidad o bienestar para los otros, su esfuerzo no sirve de nada. Es decir, al final trabajamos como especie. Pero para algunos reconocer ese esfuerzo, que significa ceder en sus excesos patrimoniales, es la muerte. Y la Justicia es un crimen. Y quien la exija es un desobligado, una persona que gusta de vivir en la esclavitud porque no ha aprendido a sostener el látigo contra los otros.
Terminé mi cerveza y los Dioses sabrán por qué me pasé directo a un Gin Tonic. Me puse a mirar por la ventana el inmenso bosque que rodea mi condominio. La bruma seguía ahí. Y tras ella el sol, ardiente. Mónica lo dijo: Cuando los de Abajo Caminan, los de Arriba tiemblan. Es la metáfora del sol tras la niebla; ardiendo, a pesar de todo. Vivo en una ciudad violenta, llena de insensatez. En una vorágine de ruido, esperando que alguna vez diferenciemos la voz de la cordura.
No es demasiado complejo: comienza por reconocernos iguales en derechos. Aún cuando nuestras vidas no se parezcan a lo que nos dijeron que era el progreso. Nadie podrá negar que no hay mejor humanidad que la que vive en paz. Lo demás son artilugios bobos. Quién quiere una pila de dinero en una caja si afuera la gente que hizo que se produjera se muere de hambre.
Quién prefiere dejar que la enfermedad lo consuma, en vez de buscar la cura. No yo. Ni la gente que exige sus derechos. No hay frontera que nos detenga. Nosotros le apostamos a la humanidad y no tengo dudas de que ganaremos.
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