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Un pueblo llamado Mal Paso

El río que en algún momento tuvo la fuerza para mover embarcaciones hasta Gualán y El Progreso, y para perder para siempre en su corriente a los “subversivos”.
Allá supe que aprender a “blanquear” tiene que ver con plomo y pólvora si la propuesta viene de parte de un hombre; o bien con sol y jabón, si lo dice una mujer mayor.
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Zacapa [Agencia Focus]
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Un pueblo llamado Mal Paso

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Una vez al mes durante 2014 y 2015 publicaremos un texto sobre un departamento del país en esta serie que se llama ZOOM. Los autores, que tendrán una vinculación afectiva con el lugar del que hablan (o al menos eso intentaremos), tomarán como punto de partida e hilo conductor un lugar concreto, un microcosmos, para hablar más ampliamente de esa región.

¿Cuánto dicen de nosotros los lugares en los que hemos sido felices? Hablo de esas pequeñas patrias mentales a las que pertenece una parte de nuestra esencia. Vamos y venimos de ellas en sueños diurnos y nocturnos. Son territorios que se van desvaneciendo. Solo en la memoria no tiene injerencia el tiempo que desgasta. Los llevamos encima como una marca que nos define, visible solo para los otros.

El mío es una aldea de Río Hondo, Zacapa, ubicada en las inmediaciones del kilómetro 143 de la ruta al Atlántico. Unos metros adelante hay que orillarse, cruzar la ruta de apenas dos carriles en horizontal, tomar un camino que antes era de tierra y ahora es de asfalto rústico y andar así durante tres kilómetros. No hay una señal que anuncie que hemos llegado o cuál es el nombre del lugar. La gente que vive allí y lo conoce es la que sabe de esos límites imaginarios. Aquí empieza Mal Paso, quizá en esta recta, quizá después de aquella curva, o en la casa del tío tal, porque aquí todos son familia. El lugar no es grande. La mayor parte de la población de Río Hondo se asienta en la cabecera municipal y en lugares como El Rosario, Santa Cruz o Pasabién, quizá por eso aquí saludan como si conocieran a los que pasan por el camino. Paralelas a él, atravesando las casas y los potreros han sonado desde siempre las tomas, canales alimentados por el río de Jones que distribuyen el agua entre las aldeas cercanas y mantienen el riego del pasto para el ganado, para la vida. Mal Paso ahora no es para mí más que un conjunto de sonidos, de visiones, quizá demasiado fragmentadas por la distancia, la real, y la circunstancial. Hace muchos años mi familia y yo nos hacíamos ocho horas de camino saliendo sin prisas desde Quetzaltenango para llegar y pasar una semana de enero por allá. Era la única semana del año en la que me daba cuenta de que fuera de la ciudad yo no era más que un animalito doméstico. Fue allí en donde tuve las primeras visiones de la libertad. Ahora, si quisiera volver solo tendría que viajar durante dos o tres horas desde la capital. Aunque a mí siempre me ha bastado con cerrar los ojos para llegar.

Suena el teléfono, abro los ojos. Es mi padre. No ha dejado de hablar como zacapaneco a pesar de que lleva viviendo y trabajando en Quetzaltenango alrededor de cuarenta años. Él es mi eslabón. ¿Qué estoy haciendo?, me pregunta. Trabajando, le respondo y me enderezo en la cama. Pertenezco a esa extraña especie de gente de la que habla el poeta Luis Alfredo Arango, esa que se está dedicando a su oficio con empeño cuando parece que no está haciendo nada. Tengo que escribir sobre Zacapa, le digo, y me dejo caer de nuevo sobre la almohada. Lo escucho y escudriño el techo, la luz, el territorio escabroso que delinea el repello, un territorio visto desde abajo como si lo sobrevolara, con caminos, con algo que bien podría ser una sierra. Hablamos un rato. Cuelgo. Recuerdo.

La ruta al Atlántico / el río

Un furgón pasa zumbando por el carril izquierdo. Si lo estuviera escuchando desde la orilla, bien podría pensar que es un avión en ruta de despegue, un rugido en aumento. Los tráilers de la carretera hacia Zacapa y Puerto Barrios son el equivalente a las camionetas canasteras de la Interamericana. Imponentes y temibles. Estos más temibles aún, porque la ruta de aceleración y compresión se limita a dos carriles: uno de ida y uno de vuelta, donde los constantes conductores solitarios tienen que compartir espacio con vehículos pequeños, camionetas pullman y camiones que transportan ganado. La carretera que se empezó a construir en 1950 y que se convertiría en una de las vías más importantes del comercio del país, así como la había vislumbrado Arbenz, apenas empieza a planificar su ampliación. Dos carriles de ida y dos de vuelta que hoy solamente llegan a la altura de Sanarate. Más allá la ruta se vuelve angosta, como el Motagua, por temporadas, bajo el puente de El Rancho. El río que en algún momento de la historia tuvo la fuerza parcial para mover embarcaciones grandes hasta la altura de Gualán y otras pequeñas de allí hasta El Progreso, y la necesaria para perder para siempre en su corriente a los “subversivos”.

El Motagua nace en El Quiché, atraviesa el país de occidente a oriente y desemboca en Honduras, en las playas de Omoa, donde actualmente es considerado el mayor contaminante y exportador de basura. Desechos que va recogiendo a lo largo de su recorrido y que recibe de ríos como el Chinautla y Las Vacas. Sin embargo, en la época precolombina lo que se extraía del río y se expandía por toda Mesoamérica era el jade, esa piedra que llegó a ser más preciosa que el oro. En el pasado reciente, su fuerza también fue utilizada para hacer eficaz el trabajo de limpieza anticomunista de las fuerzas represivas del Estado. De eso dan cuenta los pescadores que durante el conflicto armado interno encontraban cadáveres flotando en sus aguas o restos humanos dentro de los peces del lugar. Un conflicto que como el río atravesó el país, desde El Quiché hasta la Sierra de las Minas, durante una época de violencia que con el tiempo se expandió y sigue atravesando el territorio, como el Motagua, salvaje por temporadas, pero siempre constante; que sigue resquebrajándolo como la falla que contiene, esa grieta territorial que hace pensar en otras grietas, otras cicatrices, golpes históricos, fechas que atraviesan al país, que lo fragmentan, que nos fragmentan.

Para mi familia hubo una época en la que cruzar ese puente era una de las primeras visiones de reconocimiento del territorio. “Está lloviendo en la montaña”, decía mi padre, si el agua venía sucia y salvaje; y cuando no lo decía, yo lo repetía mentalmente mientras intentaba seguir la visión momentánea de su curso. De presencia más permanente a lo largo de la ruta es la Sierra de las Minas. Un enorme paquidermo dormido, también conocido históricamente por haber sido el escenario en el que a mediados del siglo XX se asentó el tercer frente guerrillero de las FAR, que, según el testimonio escrito de César Montes, permitía comunicación con los movimientos de la Sierra de Chuacús y con Izabal. El aire que entra por la ventanilla siempre va a parecer más espeso por el calor. Los tunos y los árboles de morro se van quedando atrás a medida que avanzamos. Los carros que se vislumbran en la lejanía tiemblan como si los observáramos a través del fuego, y en el asfalto se crean lagunas ilusorias que desaparecen con la cercanía. Al llegar a Río Hondo la ruta se divide. Por el lado derecho se llega a Estanzuela, el lugar donde el agua cae caliente desde las cañerías; también a Zacapa y Chiquimula. Por el izquierdo se llega a Izabal y Puerto Barrios. Si uno se despega levemente del asiento, una gota de sudor le baja por la espalda.

Las visiones de la aldea

El asfalto tiene otra textura, otro sonido, en el cruce hacia Las Pozas, la aldea que está en la orilla de la carretera rumbo a Mal Paso. Allí, sin el aire que lanza la velocidad de los furgones, el calor asienta. El primer carro que pasa al lado toca la bocina. ¿Quién es? No sé, pero aquí cualquiera podría ser un primo o un tío. Hay gente sentada en las gradas de los locales comerciales que están a la orilla de la ruta, van para Zacapa o vuelven, esperan. “Va pué, hermano” o bien un solitario y largo “Pué” que significa lo mismo, es lo que dicen al paso de los otros por el camino paralelo a potreros subrayados por alambre de púas, casas esparcidas, corrales llenos de animales o en espera de ellos. Los vaqueros tienen un lenguaje propio para llamar al ganado, para sacarlo del potrero hacia el corral y ordeñar a las vacas, se escucha durante las mañanas cuando uno ya no puede permanecer en la cama por el calor, y se da cuenta de que aún siendo tan temprano la vida afuera hace mucho empezó. Allí están los pájaros y las chicharras, y cuando uno se acostumbra a escucharlos, está el agua del río corriendo a lo largo de las tomas. Conforme vaya llegando la tarde y la brisa vaya refrescando, se empezará a escuchar en el ambiente otro murmullo acuático que viene de arriba, es la brisa de la tarde entre los árboles de mango. Las ramas más bajas empezarán a rebotar levemente sobre las láminas de los techos, y los pobladores irán buscando la frescura de las banquetas de las casas que dan al camino —como los insectos que se amontonan contra la luz— para platicar o simplemente saludar a los que pasan. ¿Por qué se llama Mal Paso? Dicen que debido a las dificultades que tuvieron para construir el camino. El terreno es duro, está ubicado al pie de la Sierra de las Minas, un área rica en jade y mármol, una zona rocosa, y el trabajo de romper a pico y piocha debió de causar no pocos problemas a los primeros hermanos que llegaron a asentarse en el lugar, quizá en la última década de 1800: Dolores, José y Juan Vargas. Hubo dos intentos fallidos de abrir el camino, me cuenta mi padre, el tercero tuvo éxito y fue ampliado, años más tarde, por la familia de Alejandro Córdova, el mítico periodista director de El Imparcial, que había adquirido una finca en el lugar conocido como Las planadas de Margot. La región no escasea en topónimos pintorescos. Unos kilómetros antes de Mal Paso están las aldeas El Rincón y Las Delicias, que yo siempre creí que eran la misma; y más adelante, La Espinilla, que se ubica camino a Jones. El nombre de esta última lo atribuyen a un extranjero que llegó a asentarse al pie de la Sierra hace mucho tiempo. Fuera del área, pero cerca, están Pata Galana, que quizá haga alusión a la fama que tienen las piernas de sus mujeres, y La Pepesca, más conocida por ser de esas áreas del oriente donde, según dicen, habría “parque” hasta para bajar a Dios.

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Pero este es el Mal Paso que me dicta la memoria. El tiempo pasa y las cosas van cambiando: las casas, los autos que transitan por el lugar, los cultivos, las formas de ganarse la vida. Mal Paso es un lugar de despegue. De allí salió mi padre hace 44 años con 30 quetzales dentro de la bolsa, y se fue a trabajar a Estados Unidos. El éxodo de la aldea ha sido, desde siempre, en su mayoría hacia allá. Lo que ha cambiado levemente es la intención. Ahora los que ya volvieron o decidieron quedarse, alientan a los jóvenes para que se vayan, según dicen, para evitarles la tentación del dinero fácil. Casas de lujo esparcidas a lo largo de la aldea llaman ahora la atención de los visitantes. Casas grandes, amuralladas, y carros agrícolas blindados. La búsqueda de agua en épocas de calor infernal por parte de la gente cercana y los turistas, hizo que se abriera un turicentro a escasos metros de la iglesia y la escuela. Y en el área productiva, gente como mi abuelo, que acaba de cumplir 98 años, ha visto cómo los potreros han evolucionado y, de ser lugares para sembrar caña, se fueron convirtiendo en grandes pastizales para el ganado de paso, antes de ser invadidos por tractores encargados de cavar enormes lagunas para la producción de tilapia. Él nunca cedió sus terrenos para ese tipo de innovaciones. Él se aferró al ganado y los pastizales. Por ser conocidos de toda la vida, son más fáciles de visitar mentalmente mientras pasa los días hamaqueándose, con la mirada fija en el cerro.

Los R-19

A los zacapanecos les gustan los sombreros, los pantalones de lona, las botas, las camisas vaqueras y las pistolas. En la aldea, llegar a tener un arma es el equivalente a una licenciatura, me dicen entre risas. La mayoría estudió en la escuela rural mixta del lugar. Los que sobreviven a la rutina estudiantil de los primeros años, luego viajan a la cabecera o a Chiquimula para seguir la escuela secundaria, aunque varios desisten y optan por el trabajo del campo. El zacapaneco rural tiene fama de ser rudo. Su contacto cotidiano es con los animales, la tierra, sus productos y la ruta. Domar, ordeñar, trasladar de potrero a potrero; cercar, regar, sacarle provecho a las siembras. Ese contacto con la naturaleza, le permite leer los mensajes del ambiente de la región: Cuando el clima todavía no se había descontrolado del todo había una nube larguísima que aparecía en lo alto de la sierra. Le decían la sierpe, y era la señal de que el agua había terminado. Saben que hay un calor característico previo a la lluvia, y cuando una nube no es de agua sino de aire. El zacapaneco es trabajador, y si carece de tierra para la siembra o el cuidado del ganado es “tratero”, buen comerciante, sabe comprar y vender, pero sobre todo, vender. Habrá que recordar que el hecho de estar ubicados en la ruta de ida y vuelta al puerto Santo Tomás de Castilla, los familiariza con el movimiento constante de todo tipo de productos comerciales. El zacapaneco es platicador, ingenioso y malhablado. Después de las seis de la tarde, no es extraño que se reúna en las banquetas para aprovechar la frescura del final de la tarde y conversar. De esas reuniones ha surgido una enorme tradición oral que siguen fomentando agrupaciones como la Asociación zacapaneca de contadores de cuentos y anécdotas, que hace poco fue nombrada Patrimonio cultural de la nación. El sentido práctico de la vida que tiene el zacapaneco le permite un distanciamiento de los hechos cotidianos, el exactamente necesario para ver las cosas sin sensiblerías y darle cabida al humor. A pesar de eso, hombres y mujeres son conocidos por su carácter fuerte. Las zacapanecas tienen fama de guapas y trabajadoras. La aldea de las mujeres tradicionalmente transcurría en el interior de las casas. Por lo menos cuando yo era niña, ellas se ocupaban de las familias numerosas, la crianza de los hijos, la administración del producto del trabajo masculino. Mientras el hombre se encargaba del ganado, ordeñaba las vacas, llevaba la leche; la mujer hacía el queso, la mantequilla para el consumo del hogar o para la venta. Del trabajo de las mujeres, en su mayoría, surgía la producción de pan de la región, pan artesanal: quesadillas, semitas, tortas y marquesotes. Aunque cabe resaltar que de manos de los más rudos zacapanecos he visto la elaboración de los mejores dulces y conservas.

La culpa la tiene el sol

Vista desde dentro o desde fuera, hay en Zacapa, en su región, un contraste permanente. La poeta Carmen Lucía Alvarado solo estuvo en la cabecera una vez y dice que no la recuerda. Sus nociones del lugar le llegaron mediante el estereotipo y el repertorio de chistes populares acerca del oriente: el tío Chema y los Nitos. A través de ellos entendió que la gente de la región es brava, determinante y frontal, es decir la antítesis del occidente en donde todos son más “mishes”, apenados y silenciosos. “Literal y figurativamente son extremos opuestos. Pienso en oriente y veo montañas rocosas, áridas, y calor (creo que si la gente de Zacapa es enojada, como dicta el estereotipo, tiene toda la razón y el derecho de estarlo con semejante clima). Pienso en occidente y veo montañas verdes, húmedas y frío. Sin embargo a pesar de todo tipo de distancias, tenemos en común un país, y eso hace que todos, por más que habitemos en extremos opuestos, tengamos algo de “los otros”. En el caso de Zacapa, pienso en una nobleza y una sencillez que habita en el fondo del macho rudo, de bigote, sombrero, botas y pistola al cinto”.

Dentro de ese enfrentamiento de caracteres que finalmente parecen conciliarse, existe, además otra dualidad interna. Así lo cree la cantautora Claudia Armas. Ella es de Zacapa y se le nota. Es una mujer fuerte, directa e ingeniosa. En ella confluyen el filo y el humor. Vive en la capital y afirma que para ella existen dos Zacapas: la mítica y la real. “En la Zacapa mítica, las personas se reúnen en los pórticos de sus casas caladas de blanco para pasar la hora del calor; los hombres han dejado el sombrero a un lado de la mecedora y fuman puros recién armados de tabaco local; las mujeres han horneado quesadillas y marquesotes para compartir con café aguado, mientras todos ríen a pierna suelta de la última anécdota que ya se ha inmortalizado en un cuento más. La Zacapa real son narco-mansiones rodeadas de altas torres con francotiradores, picops blindados, vidrios polarizados, pistolas de alto calibre y nota roja”.

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La que recuerda Alejandro Echeverría, un ingeniero de software que desde algunos años vive en Estados Unidos, es la tradicional, la del queso seco, los churrascos con cebollín en tortillas de harina, las empanadas de frijol y loroco, esas que llevan los jornaleros a la siembra de tabaco o las meloneras. La Zacapa rural, asociada con la ganadería y la música ranchera, la de la gente práctica, honesta, frontal. Esa en la que se hace referencia a la personas por sus lazos familiares (Tono de la nía Chavelita; Carlos de Tío Nino). La Zacapa de las leyendas urbanas y las anécdotas. Al escritor Ricardo Rivera lo une a Zacapa una fuerte hermandad, como él mismo asegura. Y ve, como los otros, esa permanente dualidad en el territorio y su gente. “El humor oscuro y pícaro a la vez; el sol abrasador y el resguardo y frescura de la Sierra de las Minas; el pétreo rostro del campesino en el campo, bañado con su propio sudor, y las ideas y palabras en el legado del filósofo guatemalteco Héctor Nery Castañeda”. Filosofía hecha poesía que surge de uno de los territorios más rudos del país, según otro zacapaneco, el periodista José Luis Perdomo Orellana, quien dice no sentirse guatemalteco, sino, más bien, oriental: un R-19, que durante sus años en el exilio mexicano si algo extrañó fue la visión de la Sierra de las Minas, visión de ella y de su gente que también quedó plasmada en su primer libro de relatos titulado El tren no viene, publicado por la Editorial Nueva Nicaragua. La región que él vivió está marcada por el tedio que solo dejaba dos opciones, convertirse en pistolero o leer. Y en un lugar en el que si un hombre era visto con un libro bajo el brazo podía ser víctima de más de algún chiflido con albur, esa fue su opción, y luego largarse. Algo tiene ese lugar, opina Perdomo. En él surgió la fuerza contrainsurgente denominada “Mano blanca”, y en él asesinaron al poeta Otto René Castillo. De él también surgen personas que hacen contraste con una enorme sensibilidad propiciada, quizá, por su contacto con la naturaleza, el cielo abierto, el aire, los ojos de agua, la visión de la Sierra. Y en este punto pienso en Robin Rossel, mi tío, el escritor, que salió de la aldea siendo muy pequeño, y a quien la montaña y la visión del paisaje lo han seguido a lo largo de su trabajo literario como metáfora obsesiva. Son parte de la región, además, el ron Zacapa Centenario, por el que Guatemala es conocida en el extranjero, y figuras que protagonizan la historia de Guatemala, como los ex presidentes José María Orellana, Lázaro Chacón y Alfonso Portillo. “Algo ha de tener ese lugar”, repite Perdomo, “ha de ser el sol”.

La niña, el campo y la ciudad

El videocasete dice 1987, yo estaba por cumplir nueve años y llevaba dos meses en Zacapa, era mi primera estancia fuera de casa, lejos de mis padres y mi hermana, quienes para entonces habían llegado a recogerme. Le pongo “play” y adelanto las imágenes de los potreros y las vacas, la sierra de fondo, la gente que ha ido cambiando y aquellos que ya no están, hasta que me encuentro conmigo, con la que fui. Tengo el pelo largo recogido en dos trenzas apretadas, un vestidito feo (porque las mujercitas tienen que usar vestido, nana), y una pistola de juguete en la mano. Estamos a medio corral, junto a varios primos, rodeando a un ternerito. Más tarde, estaríamos peleando la propiedad del “Payaso”, el toro manso del abuelo, que al final nunca fue de nadie, pero fue de todos los que ese día volvimos del potrero a la casa con garrapatas hasta en la ropa interior. Esos primos tan grandes como yo o apenas más pequeños eran los mismos con quienes emprendíamos camino hacia el cerro por una vereda empedrada que empezaba con solo cruzar la calle. La idea siempre fija era seguir la dirección de nuestra nariz, cruzar terrenos y llegar a la famosa “casa de piedra”: una piedra enorme que todos jurábamos ver, en donde cuentan que los guerrilleros escondían armas y provisiones. Nunca llegamos. A la altura de un terreno que se llama La Vega empezábamos a dudar, a escuchar ruidos, nos entraba el miedo, y emprendíamos la carrera de regreso, cruzando tomas, quebradas y esquivando los alambres de púas de los cercos. La aldea era ese paréntesis en el que podíamos estar fuera de la mirada de nuestros padres, desaparecer, incluso, sin la pena de que estuvieran pendientes de dónde andábamos.

Fue en esos días de Zacapa en los que aprendí a nadar. En un tanque que recibía el agua de las tomas, floté por primera vez, y por primera vez abrí los ojos bajo un agua marrón llena de hojas de árboles e insectos pequeños. Allí aprendí momentáneamente a caminar descalza. Adopté un acento que todavía aparece cuando estoy enojada o cuando hablo con mi papá. Allá supe que aprender a “blanquear” tiene que ver con plomo y pólvora si la propuesta viene de parte de un hombre; o bien con sol y jabón, si lo dice una mujer mayor. En esos días me di cuenta de que a pesar de mi enorme deseo, en el campo no podía ser más que un animalito doméstico, y quizás ni eso, más bien, un animalito que se encueva, uno cuya última guarida está dentro de sí. Esos días, sin embargo, tuve las primeras nociones de una libertad que me tocaría seguir buscando, y volví a recordarlas con anhelo durante muchos años, esa libertad que solo se veía en la aldea de los niños y de los hombres.

Delinear un microcosmos

Me dicen Zacapa y siempre me viene a la mente Mal Paso, no como mero capricho sino con la certeza de que si ponemos un lente de aumento veremos con claridad que los rasgos que la diferencian de una cabecera cualquiera con aspiraciones de ciudad, se encuentran en un estado puro en las orilleras, en las aldeas, en los pueblos que conforman a todo el departamento. Esos espacios primigenios de donde surgirán los hombres y mujeres que, ya sea para especializarse mediante el estudio, o para abrir las posibilidades del comercio de su producción rural y familiar, irán poblando el casco urbano e irán conformando así el sabor propio, el olor y el ritmo de la localidad: su esencia. Esos rasgos que han sido moldeados por el territorio y sus circunstancias, y los hacen únicos en su calidad de fragmento dentro de ese conjunto (22 departamentos, 334 municipios, 23 idiomas) que conforma a Guatemala.

Así como la ciudad Capital no es otra cosa que la provincia multiplicada, parto de Mal Paso para nombrar a Zacapa. Adentrarse en su universo en micro es el mejor acercamiento que encontré para rozar su esencia. Así, recordando, he ido esbozando a los zacapanecos y el territorio que tengo a mano, ese que visito un par de días cada año para no perder el hilo que me une a una parte de mi propia esencia. No pretendo generalizar. Más de alguno podrá decir que faltó esto o lo otro, que esa región de la que hablo ya no existe, que es inventada; como si la región de cada uno no lo fuera, como si el país entero no lo fuera: inventado y fragmentado como la memoria, como los guatemaltecos, como yo misma que me debato entre el lugar en el que nací, crecí; y el lugar al que siento que pertenezco, el lugar en donde nació mi libertad. Si pudiera escoger un origen, me gustaría pensar que aunque mi casa esté en el otro extremo, yo, en realidad, vengo de allá.

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