Nacida de negociaciones entre el Estado guatemalteco y la ONU, permaneció 12 años en el país (un mandato inicial y cinco renovaciones de dos años). Tres comisionados trabajaron en ella: el español Carlos Castresana, el costarricense Francisco Dall’Anese y el colombiano Iván Velásquez. Siendo justos, cada uno jugó un papel en el desarrollo de la institución, pero indudablemente fue Velásquez quien impulsó el trabajo de la Cicig hasta convertirla en un actor central en la vida política del país.
El mandato de la Cicig era colaborar con procesos de investigación penal junto con el MP, fortalecer y transferir capacidades institucionales, promover propuestas políticas y reformas legales y publicar informes temáticos. Y esto fue lo que hizo.
Cumplió su mandato dentro de los marcos legales del país. ¿Se cometieron errores? Es probable. Pero la contraofensiva del poder político y de las élites económicas dirigida contra la Cicig, el comisionado Velásquez y la lucha contra la corrupción estuvo motivada porque dicha entidad estaba haciendo lo que tenía qué hacer a partir de su diseño.
¿Qué lecciones se desprenden de ello? Que la legalidad y las instituciones existentes en el país no funcionan de acuerdo con sus propios parámetros y, por tanto, que no existe el tan cacareado Estado de derecho. Las leyes e instituciones funcionan para proteger y promover intereses particulares. Pensar de forma distinta es caer en juegos legales que llevan a discusiones sin sentido y que obstaculizan la búsqueda de alternativas reales.
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El recordado politólogo Héctor Rosada escribía que los distintos bloques de capital funcionaban como auténticas estructuras de poder criminal. Independientemente de su caracterización (bloque de capital conservador, bloque de capital corporativo transnacional, bloque de capital emergente, bloque de capital mafia), continúan «con el despojo, la contaminación, la acumulación oculta y el empobrecimiento de los sectores campesinos subalternos, en lugar de legislar y gobernar en favor del desarrollo social incluyente: son auténticas estructuras de poder criminal» [1].
En buena medida, la legalidad y las instituciones funcionan como una excusa para que estas estructuras puedan operar, y la Cicig lo demostró con investigaciones que señalaban figuras, métodos, montos y relaciones, es decir, pelos y señales. Desnudó el funcionamiento de estructuras criminales que operaban dentro de las instituciones estatales y al margen de estas, con vínculos con el poder económico, que se beneficia a través de la corrupción directa o de los grandes negocios que brinda el Estado.
Es por ello que la llamada lucha contra la corrupción fue el enfrentamiento de dos proyectos: un proyecto de modernización estatal que implica el ejercicio de la legalidad en los parámetros que definen la Constitución y otras leyes (digamos, tomar en serio esa legalidad y aplicarla parejo a todos) y el proyecto de mantener el funcionamiento corrupto e impune del poder.
Con la salida de la Cicig, sin que exista todavía un sujeto político con un proyecto alternativo, el proyecto restaurador de las élites político-económicas que funcionan como mafias se consolida con este gobierno.
La Cicig y la lucha contra la corrupción muestran que las élites económico-políticas no cambian su actuar mafioso sino a través del ejercicio de un poder contrario.
[1] Rosada, Héctor (2015). «Sistema nacional de seguridad y justicia en Guatemala. Crónica de un fracaso». Universidad y realidad. Enfoques sobre la sociedad y el Estado guatemalteco (España, Olmedo, compilador). Guatemala: Editorial Óscar de León Castillo. Pág. 28.
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