Más allá de proponer razones acerca de la aceptación o rechazo que puede generar esta designación, la reflexión histórica nos hace ver que en estas acciones de conmemoración se transmite una visión parcial del pasado de Guatemala que nos impide como sociedad pensar de manera amplia un proyecto de país en el que terminemos por superar el legado de exclusiones, autoritarismo y racismo presentes a lo largo de su Historia colonial y republicana.
El afán por evocar a gobernantes que recibieron o se arrogaron todos los poderes del Estado y los ejercieron sin limitación jurídica alguna abusando de sus propios ciudadanos, vulnera nuestra débil institucionalidad democrática. Las tentativas reeleccionistas que predominan en el panorama político actual sumadas a la escasa capacidad propositiva de las agrupaciones partidarias, únicamente confirman esa “nostalgia autoritaria” referida al caudillismo que nos impide como sociedad construir un genuino consenso y liderazgo sociales pensados desde todos los ciudadanos.
Retorcer la historia para encontrar virtudes ciudadanas y modelos de conducir una sociedad en regímenes autocráticos, es una acción que no está a la altura de los retos que Guatemala tiene para llegar a ser un Estado social de derechos y garantías y pone en evidencia la pobreza que hasta hoy exhibe nuestra cultura política.
Buen ejemplo de lo anterior son las construcciones memoriales totalmente alejadas de la realidad histórica que se han hecho tanto de Jorge Ubico como de Rafael Carrera.
Jorge Ubico, contrariamente a lo que coloquialmente se ha afirmado sobre su integridad, no fue un gobernante inmune a la corrupción. Como bien lo certifican los informes secretos de la diplomacia estadounidense fechados el 9 de mayo de 1940 y el 23 de diciembre de 1944, Ubico —a pesar de su ampliamente difundida campaña de honestidad— llegó a convertirse en el terrateniente más grande de Guatemala al comprar gran cantidad de propiedades a un precio fijado por él mismo.
Si bien Rafael Carrera es reconocido como el fundador de la República de Guatemala en 1847, su ascensión al poder e indiscutido liderazgo significó la restitución de la hegemonía social y económica de las élites tradicionales de la ciudad de Guatemala que en otro tiempo lo rechazaron por sus orígenes humildes. Y aunque durante su gestión se amplió la presencia de los mestizos e indígenas dentro de la milicia y la administración gubernamental, la “paz social” se mantuvo, según el ideario conservador, “haciendo respetar a la autoridad constituida” por medio de la violencia y el destierro de los opositores al régimen. La consolidación del dominio conservador de la mano de las élites y la Iglesia Católica, condujo al caudillo a solicitar en 1854 una revisión constitucional que le proporcionara una autoridad más propia de un monarca que de un gobernante. Aunque la historia no puede escatimarle su afán por preservar la propiedad de las comunidades indígenas posteriormente despojada por la reforma liberal de 1871, su legado político terminó por reafirmar el caudillismo y los intereses particulares de las élites centroamericanas haciendo naufragar el proyecto de unidad política de la región.
Hacia 1869, cuatro años después de la muerte de Carrera, el botánico suizo Gustav Bernouilli señalaba en sus informes que Guatemala seguía siendo a tenor de un gobierno que “(…) era una extraña mezcla de despotismo ilustrado e igualmente ilimitada teocracia”, uno de los Estados más atrasados de la América hispana.
Ante estas evidencias, es fundamental reflexionar que las posibilidades de Guatemala hacia el futuro no se pueden afincar en una reflexión sobre el pasado que otorga legitimidad al autoritarismo de los gobernantes y propone una visión restringida sobre el desarrollo del país. Por ello, considero como historiador, que el nombre de Rafael Carrera debe seguir donde le corresponde: en los libros de historia.
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