Mientras tanto, un perro llamado Yon, de cuatro meses, cría de una perra callejera, duerme plácidamente sobre mis piernas mientras escribo esta columna. Pienso en él, en la suerte que hubiera corrido en la calle, solo y con hambre. Sin embargo, peor habría sido si se hubiese encontrado con la crueldad del ser humano, ésa que se desborda hasta quedar plasmada en una fotografía tan grotesca como la de esa cachorrita que se aferra a la vida.
Cientos de casos de abuso animal se dan a conocer por las redes sociales. En el último mes conocí el de un hombre guatemalteco que, como medio de diversión, le dispara a perros; mientras tanto, Lucero, la actriz mexicana, posa frente al cadáver de un elefante, como trofeo de un día de cacería; y un mexicano, que se hace llamar artista, documenta el proceso de muerte de un perro mientras se abstiene de darle alimentos.
Éstos son algunos de los casos que escandalizan y que causan indignación hasta revolver el estómago. Pero, ¿qué hay de aquellos escenarios que aplaudimos a diario, apoyamos y hasta fomentamos? En Guatemala todos los días somos parte de esa industria de crueldad animal. Llevamos a los niños al circo, cuando sabemos que detrás de ese espectáculo existen muchas jaulas en las que se priva de su libertad a cientos de ellos. Se les golpea, se les restringe los alimentos, la atención médica y, ante todo, su condición de animales. Y todavía así, los circos siguen lucrando.
También se benefician los criaderos que, sin ningún tipo de control sanitario (mucho menos legal), someten a miles de perros a una vida con un solo propósito: parir. Jaulas, hacinamiento y enfermedades, son el día a día de estos animales. Mientras tanto sus crías serán colocadas en tienda de mascotas o en las ventas ambulantes de Las Charcas. Los que tienen suerte terminarán en una buena familia; los que no, abandonados o maltratados. Y todavía así, los criaderos siguen lucrando.
Pero no nos vayamos tan lejos, basta con ir a La Avenida de las Américas el fin de semana. Desde que tengo memoria he visto a esos caballos y cabras desnutridas, dar vueltas sin parar. Todos sabemos que las condiciones en las que se encuentran son deficientes, y todavía así siguen lucrando.
Por un lado, tenemos la crueldad; por el otro, la indiferencia. Ambas arrasadoras y por igual dañinas. Sin embargo, están los que hacen algo. Como aquellas personas que luchan por los derechos de los animales. Les donan su tiempo en un país que carece de legislación para protegerlos, se enfrentan a diario con los horrores que comenten los seres humanos y hacen lo que pueden con limitado presupuesto. Todos los días marcan la diferencia, prestando su voz a los que no la tienen, brindándoles una segunda oportunidad de vida.
Siempre he pensado que no podemos erradicar la crueldad. Es algo tan profundo y enraizado en el corazón del ser humano que difícilmente desaparecerá. Sin embargo, la indiferencia sí. Es cuestión de reflexión y de pequeñas acciones que generarían un gran cambio.
Sí, yo me imagino un mundo donde los niños aprendan a respetar a los animales desde su entorno natural; uno que posea una legislación capaz de castigar a todo aquél que cometa una crueldad contra alguno de ellos; uno donde se prohíba la caza y se fomente la preservación de las especies. Sin embargo, el monstruo de la industria de los animales es tan grande que podríamos pasar una vida luchando contra él. Vale la pena.
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