No sabría decir cuántas veces he escuchado que los pobres lo son porque quieren serlo, pero han sido unas cuantas. Lo dice gente con clase, refinada, por lo que se prefieren eufemismos: son perezosos, despilfarran sin ahorrar, no quieren estudiar. Aunque me parece una descripción más atinada para nuestra clase política, estos eufemismos pretenden expiar responsabilidades, calmar la conciencia de la élite como la del pecador que se confiesa con el cura para seguir pecando. A veces el sentido común no es más que el andamiaje de las justificaciones para aplacar responsabilidades, para estar libre de ellas. ¿No es libertad lo que ansiamos? Jamás falta el listillo que ilustra la regla mostrando con orgullo la excepción. Reza, con fuerza de dogma, que con mucho esfuerzo y tenacidad cualquiera puede superarse. Él, por supuesto, no se ha puesto a pensar lo que encierra esa expresión. Eso sí es pobreza. Y elegida.
La miopía estructural da pauta a las formas de estulticia más sorprendentes. Hace pocos días intercambié unos tuits con Pedro Trujillo en el que este responsabilizaba a una chica que se quejó por haber estudiado dos carreras para terminar en un call center. Escribe, irónico, que en todos esos años no aprendió la ley de oferta y demanda. Pero la verdadera ironía está en su consejo: un libre mercado que reduce el margen de decisión. En otros días menos afortunados me han dicho que el tránsito vial existe porque las personas no saben conducir o que las inundaciones ocurren en la ciudad porque los transeúntes (¿cuáles?) tiran basura. Premonitorias las palabras de Bauman cuando advirtió que, mientras los riesgos y las contradicciones se continuaran produciendo socialmente, la obligación de lidiar con ellos se individualizaría.
[frasepzp1]
Tal vez en un marco de igualdad de oportunidades el argumento de la responsabilidad individual tendría algo de sentido, pero ¿acaso partimos de la misma línea de salida? Incluso si lo hiciéramos, ¿por qué premiamos esos talentos, y no otros? ¿Cuánto de ese talento viene dado por la naturaleza? Me vienen las palabras del inicio de Match Point sobre lo determinantes que son el azar y la suerte en la vida. Estas consideraciones ponen de manifiesto que ni el éxito ni el fracaso son resultados enteramente del individuo que los alcanza. No se trata de demeritar, solo de perspectiva. Michael Sandel lo plantea de pasada en Justice y lo profundiza en The Tyranny of Merit. Sentencia que el sueño americano se ha transformado en pesadilla porque el siguiente peldaño de la escalera de la movilidad social se ha hecho inalcanzable. El filósofo lo dice con contundencia: «La meritocracia actual ha fraguado una especie de aristocracia hereditaria». La escalera del sedentarismo social.
¡Quieren hacernos a todos iguales!, es el primer contraargumento que suele aparecer, al cual el sociólogo César Rendueles contesta en una entrevista que el «igualitarismo de la envidia» es indeseable, pero que hay otros igualitarismos que ponen el valor en nuestras diferencias. En este escenario se incentiva a los mejores, pero es válido cuestionarse qué premiamos, hasta qué punto y a qué precio. Porque, si bien somos diferentes por naturaleza, desiguales lo somos en términos económicos. Y es ahí donde aparece la justicia: no en la diferencia natural, sino en cómo la gestionamos socialmente. Nada de esto es espontáneo ni inevitable, mucho menos el discurso de que lo es. En su momento fue Friedman el que justificó las desigualdades por los beneficios que genera. Ahora es el momento de cuestionarlas por los enormes costos que conlleva. Apalancándose en el miedo de no hacernos iguales, las élites globales se repliegan y resguardan.
¿Cómo podemos explicar la resistencia en aferrarse a la ilusión de la movilidad social? Supongo que es, parafraseando a Byung-Chul Han, porque se disfraza en la expansión de libertad con la que persuade el neoliberalismo: la del sujeto de rendimiento, que se explota a sí mismo en sus proyectos de manera voluntaria, pero que dista de ser libre. El sistema engaña de manera sutil: te entrega una libertad esclavizadora y te dice que todo depende de ti mientras trabajes con ahínco, pero ves cómo el crecimiento se distribuye inequitativamente. La promesa desencaja con la realidad que los datos muestran: el 1 % de la población, que tiene tanto dinero como el otro 99 %, se ha liberado del peso que implica el bien común, del vivir en sociedad. Esas élites son exitosamente libres. Y nosotros, supuestamente responsables de este fracaso. ¿Hasta cuándo?
Más de este autor