El pestilente y trágico final de La muerte en Venecia, libro que comentamos en la primera y última reunión presencial en Sophos, resultó premonitorio para lo que nos aguardaba en este distópico 2020. Semanas después, perplejos y resguardados por nuestras cuatro paredes, veíamos con envidia a Mrs. Dalloway pasear jubilosa por Londres haciendo sus mandados mientras nosotros encarábamos la temeridad de ir al supermercado protegidos entre alcohol y mascarilla para asegurarnos volver a casa solo con lo pagado. Tras meses de encierro viajamos al interior del lobo estepario, quien sufría incapaz de disfrutar las menudencias de la vida por tomársela demasiado en serio: minucias que se nos antojaban un recuerdo lejano por el cual hubiésemos dado todo por volver a él. Tan lejano como las fiestas en las que nos embriagábamos, siempre como si fuera la segunda vez, al estilo Nick Carraway en The Great Gatsby. Aunque más nos preocupó la rampante desigualdad que ocultaban esos ultrarricos, niveles a los que hemos retrocedido y acelerado durante esta pesadilla. Una pesadilla que se acomoda bajo el lugar común de nueva normalidad, donde lo nuevo consiste en atisbar, desde el precipicio, el insondable fondo de este trágico país cada vez más profundo. Y la lectura de Animal Farm, en la cual los liberadores se mimetizan con los opresores, arrojó luces sobre la ignominiosa actuación de aquel que, tras 20 inviernos buscando el poder, no tardó ni un verano en apegarse a los criminales a los cuales prometió combatir. El cerdo haciéndose humano.
Buscando las claves de aquella tumultuosa época de hace un siglo, dispusimos disfrutar la maravillosa autobiografía de Stefan Zweig. El mundo de ayer constituye un sublime testimonio que retrata la hecatombe de una generación. Todos los escritores presintieron que al enorme progreso científico y técnico de la época no le seguiría uno moral. La fe que terminó por desquebrajarse lo hizo con la certeza de que no hay progreso que no traiga consigo las condiciones de retroceso. Las redes sociales son hoy ejemplo de ello, pues allí, donde nos mantenemos informados y creamos conexiones valiosas, esparcimos desinformación y odio.
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En la autobiografía se describe el cambio de un mundo de «seguridad» —donde el mañana sería mejor que el ayer— a otro imprevisible e interconectado. Ambas guerras mundiales se amontonaron en el tiempo, y el autor las vio surgir incrédulo —cegado por su optimismo en la fraternidad europea—, pues se asoman en el momento de mayor gozo y prosperidad. Asimismo, por el avance en las comunicaciones globales, el espectro lo persiguió hasta su exilio. Las transformaciones, a su vez, acompañan el advenimiento de las masas. Los movimientos colectivos perniciosos, sin embargo, son los que crecieron con la semilla del nacionalismo —como el fascismo y el nacionalsocialismo—, pues profundizaban en las diferencias hasta hacer de ellas «grietas insalvables». El problema era, tal y como su amigo Freud lo explicaba, que la cultura y la civilización resultaban frágiles contenedores de los instintos que naufragan en lo oscuro de lo humano. En ese sentido, preocupa cómo evolucionan —involucionan, más bien— los excesos en los Estados Unidos. Allí, donde se juega mucho más que una elección presidencial, resulta irresponsable seguir inflamando el discurso con más crispación que en cualquier momento termina por desbordarse. Nuestros vecinos del norte son el mejor ejemplo de que la civilización no puede darse por sentada.
Huelga decir que tanto la imprevisibilidad como la interconectividad han aumentado desde ese entonces. En medio de tanta polarización, recuerdo a Zweig como escritor porque en los albores de la Gran Guerra entendió con clarividencia que la guerra era su único enemigo. Amó la libertad tanto como la tolerancia. Jamás sucumbió al fervor bélico del nacionalismo, como la mayor parte de sus colegas, y se aferró a lo universal en lo humano y en la conciliación. El error del cosmopolita fue no involucrarse con mayor tenacidad en los asuntos sociales. Intuyo que no lo hizo porque, tras descubrir la impotencia individual ante los bruscos giros del destino, vio todos sus esfuerzos con escepticismo. Sin embargo, sus libros resurgen de las cenizas con más vigor y sus palabras resuenan fuertes porque nos enseñan a ver la luz en los momentos más oscuros. Tan largo es su abrazo a la esperanza que, antes de su acto más desesperado, se despide augurando nuevos amaneceres justificando su partida: «Yo, demasiado impaciente, me voy antes de aquí».
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