Después de diez años en el Ministerio Público uno sabe que no habrá reto más grande que un caso de secuestro. La vida de una persona en manos de tu capacidad de investigador. Día tras día. Jornadas de diez o más horas de trabajo, contrastada con las pocas horas que algunas otras fiscalías exigen. Escuchar las llamadas, mirar a los familiares, tener esperanza en uno, presión. En esa Unidad hay muchísima presión.
Uno de mis colegas me explicó el asunto: una banda de secuestradores había sido detectada y detenida un día antes. Tenían en su poder a un niño de diez años. Según me dijo, habían intervenido el teléfono de los secuestradores y en una de las llamadas pudieron escuchar al niño en el auricular. Llamaba por sus padres y sollozaba. Los secuestradores lo tenían tomado. Dijeron que prestaran atención y le cortaron la oreja en vivo. Sí, en vivo, con el auricular puesto en la boca para que sus padres pudieran escuchar sus gritos.
Ayer rescataron al niño y detuvieron a los primeros miembros de la banda. Y hoy, en menos de seis horas, ya tenían la ubicación del resto. A mí me tocó un hombre, parte de la banda. Me dieron mi carpeta con la foto, un tipo grueso, de cejas pronunciadas y barba mal rasurada. Tenía que detenerlo en su casa, así que me dieron la orden de allanamiento y un grupo de policías.
Hablé con los policías. Venían de dos secciones. Los uniformados eran parte de las Fuerzas Especiales. Son muy distintos a los policías de comisaría. Estos tipos son altos, fornidos, ágiles y todos portan una boina y armas largas. Los he visto hacer detenciones espectaculares. Los he visto intervenir conmigo entre disparos y no tiemblan. Me dan confianza.
También iban los investigadores de secuestros. Una unidad táctica de la Policía. Su tranquilidad te asombra. Ellos entran primero y los secuestradores siempre esperan pistola en mano. Por lo general disparan. Son tipos tranquilos. Debe ser que han visto demasiadas veces a la muerte a la cara.
Salimos. Siempre es un disparo de adrenalina subirse al auto y marchar en caravana con la sirena abierta. Sobre todo esas veces, como ésta, donde no sé si todos regresaremos vivos. El corazón se acelera. La mente se despeja. Los autos se abren y los conductores te miran con cierto odio. En este trabajo no hay héroes. Todos somos sombras.
Atravesamos la ciudad y llegamos a las afueras. Era una colonia perdida, muy al sur. Entramos y ubicamos la casa. Había cosas tiradas en el garaje abierto. Ropa y electrodomésticos. El claro indicio de una huida reciente. Avisé para que montasen un operativo en las cercanías. De todas maneras entraríamos.
Dos policías del comando anti secuestros se subieron a la terraza de la casa. Los de las Fuerzas Especiales la rodearon y tocaron. Yo esperé agazapado; porque no llevo arma, ni chaleco anti balas. Nadie abrió, botamos la puerta. Los hombres tomaron la casa y efectivamente: acababa de huir. Mierda.
Confirmé que había que montar los operativos en las cercanías. Empezamos el registro. La casa estaba sucia y desordenada. Debajo del sillón había un revólver viejo. Al rato, encontré un cuchillo con sangre y pelos en la sala. Lo embalamos y seguimos registrando. Pensaba en el niño. En la macabra escena, grabada por el teléfono, cuando le cortan la oreja y hacen que sus padres escuchen el grito. Eso te da ganas de seguir. Cuando pones atención a la angustia y la tomas para ti, te vuelve efectivo, te mantiene despierto, como un sabueso.
Encontré un papel escrito a mano. Tenía una letra gorda, como de niño de primaria. Y sí, se trataba de un niño. Al parecer hijo del hombre al que buscábamos. Era una carta de súplica. “Por favor papá, te queremos mucho, no te drogués más, no seas malo”… “Sería bonito que fueras un buen papá y que nos dieras cariño”…
Al lado de la carta había un álbum de fotos donde el hombre aparecía en una iglesia. Bautizándose y asistiendo a grupos. Vestido como mafioso entre los fieles. Los ojos negros, brillantes, como dos bolas encendidas de petróleo.
Encontré el cuarto del hijo. Había juguetes empolvados. Muy pocos. Escuché entonces a los dos niños suplicar. Al que mutilaron y al hijo del hombre. Sus voces idénticas hablándole al mismo hombre. Un tipo que se perdía de todo por estar enceguecido por la ira. Una ira que no sabía de dónde venía y no podía apagar.
Me senté en el sillón a esperar a que terminaran de embalar la evidencia. Hombres con armas largas, salían y entraban. En el garaje, seguía tirada una caja que no les dio tiempo a meter al auto. Había zapatos, un estéreo y más juguetes.
Empezó a lloviznar. Miré como una pelota empezó a recibir el agua. Brilló al inicio. Y luego las gotas que la coronaban empezaron a bajar, llevándose el polvo. Parecían sangre o lágrimas sobre el juguete. No importaba. Nadie le ponía atención. Y tenía que empezar a pensar dónde buscar al tipo. No podía, pensaba en los niños: uno en el hospital y el otro huyendo con un asesino, creciendo en la misma ciudad. Unidos por el dolor majestuoso y enorme, uno, ante el que yo sólo podía sentir perplejidad.
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