Cuando íbamos a algún restaurante pedía al mesero alguna hoja de papel y me entretenía dibujando corazones, o escribiendo poemas plagados de cursilería. En aquella época, recién empezaba la venta de los primeros celulares, famosos por tener similitud a un ladrillo. La posibilidad de evadir a mis papás por medio de un aparato telefónico aún no cruzaba mi mente.
La tecnología ha revolucionado la manera en que trabajamos, estudiamos, socializamos y nos desenvolvemos en el mundo. Antes, las intenciones románticas de los jóvenes llegaban por medio de notas escritas a mano, ahora llegan por medio del chat. Conocíamos a las personas en eventos sociales, ahora los reconocemos por Facebook. Llegar a un destino específico requería la utilización de un mapa, ahora nos conectamos al GPS. Nuestras tareas de estudio requerían de investigar en enciclopedias, ahora solo hay que googliar el tema. Desear feliz cumpleaños, dar un pésame, celebrar un nacimiento, implicaba una visita personal o una llamada telefónica, ahora es suficiente con transcribir el sentimiento en el muro virtual de la persona. Las conductas cotidianas a las que antes les invertíamos tiempo, ahora han sido sustituidas y, en algunos casos, están extintas.
El uso de las redes sociales nos ha abierto un mundo de posibilidades que se traduce en comunicación, comunidad y cooperación. Son herramientas que nos permiten viajar por el mundo a través de una pantalla, brindándonos vías efectivas de comunicación e información. Es innegable que se han convertido en instrumentos poderosos que pueden impactarnos de manera positiva o negativa, dependiendo del uso que les demos.
Para los jóvenes, el impacto ha sido más grande. Hace algunos años todavía era posible limitar el tiempo que los adolescentes invertían en las redes sociales, ahora es casi imposible. Con el acceso a smartphones y tabletas, el puente entre la vida real y el mundo virtual cada día se hace más pequeño. Los limites para permanecer en la realidad ya no pueden ser controlados.
Ellos se han convertido en una generación digital que se desenvuelve alrededor de un mundo virtual. Para nosotros, las redes sociales comienzan a formar parte de nuestro entorno, pero para ellos son parte de su mundo. Cada día dedican más tiempo a las plataformas sociales como Facebook y Twitter, en las cuales logran expresar sus sentimientos, opiniones y gustos. Se comunican de manera rápida y eficiente, con la necesidad de respuestas inmediatas para alimentar su ego virtual.
La escena ya es común. Una familia se encuentra sentada en la mesa de un restaurante. Todos mantienen la mirada hacia el celular, leyendo un mensaje, compartiendo una foto, twittiando un comentario o actualizando su estatus. Se encuentran conectados, construyendo un mundo virtual, coleccionando perfiles, cosechando likes y haciendo públicos los sentimientos. Mientras tanto, el tiempo en esa mesa pasa. Una familia ha permanecido en silencio, con las manos sujetando él móvil y la mirada perdida en la pantalla. Ese momento pasó, y con ello la oportunidad de compartir y apreciar a aquellos que tenemos a nuestro alrededor.
Sea porque nacimos en una era digital o intentamos evadir la realidad, la pregunta es, ¿Por qué es tan fácil engancharnos al mundo virtual? En la vida real, nuestro cuerpo no es tan perfecto, nuestros gestos reflejan inseguridad y nuestra personalidad, con frecuencia, es introvertida. Pero cuando navegamos en el mundo virtual dejamos libre a él avatar y, usarlo, hace la tarea más fácil. Con él, nos volvemos ajenos a nuestros complejos, nos sentimos seguros y con sentido del humor; con él somos libres, pero ante todo, somos quien queramos ser.
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