Dejé Guatemala con luto y viéndolo como un sacrificio. Todos me decían que sería más seguro y que tendría más libertades.
Yo siempre leía los reportajes que sacaban el New York Times o The Guardian sobre la guerra de narcotráfico en Centroamérica, la tasa de feminicidio en Guatemala o las muertes por violencia. Lo entendía, pero por supuesto lo normalizaba. Yo era una mujer viviendo en un ciclo de síndrome de Estocolmo.
Primero me mudé a San Francisco, una ciudad liberal y progresista. Caí como pez en el agua. Un lugar cosmopolita y con un gran acceso a la cultura y el arte, pero también herido por los problemas de gentrificación y de violencia policial contra las comunidades latina y negra. Un año después vine a Los Ángeles, donde empecé mi proceso educativo. LA es una ciudad más dura, pero con una historia política y social importantísima y con un deseo de reivindicación latente en las nuevas generaciones.
Estando en LA me otorgaron la residencia estadounidense y, con ello, mi pasaporte de salida. Lo primero que hice fue comprar un boleto aéreo a mi país. Regresé tras dos años de ausencia. A primera vista, todo seguía igual: las calles, la miseria, la belleza de lo cotidiano. Pero algo había cambiado. Y no había sido la ciudad, sino yo.
Sentí una especie de culpa. Pensé en mi hermana burlándose de mí por tener miedo de salir a la calle o por enojarme y patalear porque un grupo de hombres me tocara y luego robara mis pertenencias. Pensé en mi abuela recriminándome por salir con esa pantaloneta corta y con esos tacones y diciendo que yo me lo había buscado. Pensé en mis amigos pensando que me había agringado y que me había vuelto una mujer cobarde por no animarme a salir sola de noche.
Feminismo bucólico
El concepto de feminismo siempre ha tenido connotaciones ambiguas en un lugar como Guatemala. Ello, sumado a que la sociedad es machista y con poco acceso a la educación tanto intelectual como emocional.
A mi entender, el feminismo se puede dividir a grandes rasgos en dos corrientes: el feminismo liberal y el feminismo radical (que muchas veces se confunde con hembrismo). Yo me considero una feminista liberal: apoyo el matrimonio, consumo pornografía y decido vivir mi identidad según el género que globalmente se considera femenino.
Me identifico con el pensamiento político de Simone de Beauvoir, más que con el feminismo anarquista de Emma Goldman, y secundo el manifiesto liberal que afirma que la liberación femenina no se consigue actuando como hombres (así como la liberación negra no se consiguió actuando como blancos). No estoy dispuesta a ceder mi feminidad con tal de reafirmarme como una persona fuerte. Busco mi lugar sin renunciar a lo que yo decidí que sería mi género sexual. Mi naturaleza reformista no me permite pensar que destruyendo el sistema se conseguirá posicionar finalmente a las mujeres.
Un controversial libro publicado en Estados Unidos en los años 60, Las normas, habla de la manera como una mujer debe seducir a un hombre. Es un libro que aconseja sumisión y conservadurismo, hacerse rogar por sexo y obligar al hombre a que sea el proveedor a cambio de compromiso. El libro fue sumamente rechazado por las feministas de ese momento, que buscaban la liberación femenina y que reivindicaban la revolución sexual de la era acuariana. Sin embargo, con el paso de los años se comprobó que históricamente la revolución sexual terminó desvirtuada por la explotación y la cosificación mediática del cuerpo femenino. El problema no fue en absoluto la liberación sexual, sino el hecho de que no se buscó, a su vez, la liberación ética de la sociedad.
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Si se rechaza una forma de comportamiento social, debe remplazarse por una propuesta nueva y equilibrar con las consecuencias culturales. En eso falló el gran movimiento feminista del pasado, que dejó un vacío en el imaginario colectivo acerca de los cánones de comportamiento de género en el tema de ética y moral.
Maquillarse el enojo
Entiendo a mi abuela y a mi madre. Entiendo que se preocupen cuando me arreglo de manera provocativa y salgo a ver a mis amigos o a encontrarme con algún enamorado. Guatemala es un lugar donde es más fácil enseñar a no provocar que a no violar. La reivindicación feminista ha dejado mártires y habrá más en el proceso.
El acoso callejero ha sido parte de mi vida desde que los cambios de la pubertad han hecho sus estragos en mi cuerpo, pero no por eso lo asumo. El acoso no es lindo ni realza mi belleza como mujer.
Cuando me toca volver a Guatecongo me tiemblan las rodillas de pensar que habrá un grupo de hombres mirándome lascivamente y desnudándome con la mirada. Odio los agresivos comentarios sexuales o los piropos sobre mi apariencia física. Me hacen sentir avergonzada y acosada.
La triste situación es que la sociedad tacha a las mujeres que reivindican su espacio personal y su derecho a la paz de frígidas, de mal cogidas o, por usar el más común y errado de los términos, de feminazis.
El hecho de que no disfrute las miradas de deseo masculinas en público y la invasión de mi espacio personal no significa que no disfrute al máximo de mi sexualidad en la intimidad.
La tradición histórica literaria
La represión femenina ha jugado un papel muy sutil en la historia. Grandes pensadores como Aristóteles y Tomás de Aquino han descalificado el rol de la mujer en la tradición, y la mayoría de los grandes intelectuales de la historia ha tomado una postura mucho más peligrosa: el silencio.
Guatemala sigue imitando el mismo patrón. Sabemos lo que pasa, pero lo normalizamos y lo callamos.
Muchos hombres pueden excusarse bajo el manto freudiano de la naturaleza humana y simplificar el problema a una reducción psicológica. Sin embargo, el acoso en Guatemala va más allá de un fenómeno surgido de la falta de control sexual masculina. El problema es patológico y perpetuado. El abuso va creciendo con la permitida rutina de la sociedad, que acuchucha o calla una retahíla de actitudes abusadoras masculinas. Desde la familia que oye como golpean a la vecina, pero decide no meterse en asuntos ajenos, pasando por el hombre que escucha la historia de cómo un amigo abusó de una mujer alcoholizada en una fiesta sin decir palabra, hasta la madre que le pide a su hija que se vista de manera más conservadora para darse a respetar, en vez de pedirle a su hijo que respete a las mujeres sin importar su ropa o actitud.
Hay que llevar las palabras a la acción. ¿De qué sirve leernos el manifiesto feminista si la próxima vez que un hombre nos diga putas nos sentiremos avergonzadas de nuestra vida sexual? ¿De qué nos sirve proclamar nuestro feminismo en redes sociales si cuando cerramos la computadora hacemos sentir mal a nuestra amiga porque decidió casarse y nosotras no apoyamos esa institución?
Estar afuera de Guatemala me devolvió el miedo. Y estoy agradecida por eso. Porque sin ese miedo no sabría ver lo enferma que está esta sociedad y la urgencia que tiene de que reformemos nuestro cotidiano.
Ya no tengo miedo a quitarme el miedo. Es hora de enfrentar nuestra realidad, de empezar a generar conciencia en casa y de llevarla a las calles.
El cambio no será inmediato y habrá una serie de consecuencias, pero es hora de empezar a empoderarse y educarse para llegar eventualmente a la acción colectiva.
Como diría Galeano, la perpetuación del orden actual de las cosas es la perpetuación del crimen.
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