Hace poco alguien me dijo que la voz es una de las cualidades más importantes de una persona y no pude sino estar de acuerdo. Mientras la belleza física es algo más o menos absoluto y hay cánones ya bien establecidos, la voz es algo más sutil, más ambiguo, con más matices.
Y vaya si tiene matices. Esta voz femenina es como sexy, pero profesional. Es melosa, pero sobria. Es una de esas voces que son capaces de convencerte a hacer cosas que no quieres. Me ha llamado varias veces y que siempre que devuelvo la llamada al número desde donde me marca, contesta. Siempre ella, siempre dispuesta a escucharme.
O más bien a que la escuche. Porque siempre terminamos hablando de lo que ella quiere. Ella me incita a que vaya a un crucero por el Caribe. En alguna ocasión, zalamero yo, he insinuado que me acompañe. Pero ella solo se ríe, con esa risa cadenciosa y que no llega a ser pícara pero es lo suficientemente traviesa como para no tomar esa leve carcajada como una ofensa.
Ella me quiere vender un viaje en crucero y, debo confesarlo, después de varias veces con ella al teléfono estoy convencido de que no es una mujer quien me habla. Tampoco creo que sea un hombre.
Es más como un robot. De hecho, después de varias veces de charlar con ella, he llegado a la conclusión de que se trata de un robot.
No piensen en el robot de perdidos en el espacio o en Robotina, de los Supersónicos. Tampoco es un robot como los replicantes que enamoraron a una generación de españoles incautos con ese su discursito de las puertas de Tanhausser.
Es más como una versión aumentada de los robots que hará cuestión de uno o dos años querían venderme acceso a sitios porno a través de mensajes de texto. Solo que ahora no es porno lo que venden y, en lugar de textear, hablan.
La chica, que tiene nombre y apellido, me llama y me ofrece el crucero. Me pregunta cosas como si me gusta viajar, si disfrutaría unas vacaciones en una paradisiaca playa del Caribe y si puedo costearme un viaje. Es capaz de mantener conversaciones básicas y responder preguntas sencillas. Cuando la pregunta se sale del rango de sus respuestas pregrabadas, suele tirarla al córner o contestar algo que no viene al caso, como haría una persona real.
Yo sabía que existían, había oído que ya habitaban los robots entre nosotros. Sabía que algunos arman carros y otros exploran planetas remotos. Sabía incluso de algunos que interactúan con personas, como la insoportable Siri con quien he tenido la desgracia de tener algunos intercambios de palabras en los que ella no entiende mi acentote guatemalteco y yo termino diciéndole que como asistente es una mierda y debería dedicarse a otra cosa.
Pero nunca me imaginé que, a mis casi 40 años, podría estar teniendo una conversación con una chica virtual.
Me di cuenta cuando me respondió dos o tres veces con las mismas palabras a una pregunta. Y, cuando le pregunté si era un robot, invariablemente la misma risa, la misma voz, la misma inflexión las mismas palabras.
Y ahí me di cuenta de que estaba hablando con una versión un poco más sexy pero un poco menos avanzada del primer Terminator, aquel al que cuando tenía que contestar alguna pregunta, le aparecía un menú de frases prefabricadas.
Y durante unos breves instantes me desilusioné. Sentí un poco esa sensación de vacío por haberle dedicado tiempo a una máquina, a un ser inanimado.
Luego me consolé en la noción que muchas de mis interacciones con mis fuentes y conocidos son un tanto parecidas. Una serie de respuestas precondicionadas, risas automáticas y poco más. Siempre queda un poco esa impresión de que la gente presta poca atención o, más bien, presta más atención a su lado de la conversación que a lo que uno tiene que decir. Gente que está encantada de conocerse.
Y casi inmediatamente reparé en que tampoco es mucho consuelo que mis charlas del día a día sean tan automáticas con la gente real como con la chica robot de los cruceros.
Quizá es que al final de cuentas, la robot tiene más interés en mí o en lo que yo puedo representar para ella o para quien sea que es responsable de esas líneas de código informático que generan la voz sexy, la risita sensual y la implacable insistencia que compre un crucero por el Caribe.
Y, en eso, alguien te sorprende. Alguien se acuerda de que tu familia está en Indiana y te alerta sobre un tiroteo en la universidad o te das cuenta de que otra persona estaba prestando atención a lo que dijiste meses atrás. Es allí cuando te das cuenta de que no todos son robots.
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