Hacían tantos, que se inundaban sus instalaciones. Entonces, yo me imaginaba sumergida en ellos: poporopos con mantequilla; con caramelo; con limón y sal; y con chocolate. Cada palabra me llevaba al aroma, la textura y la sensación de habérmelos comido todos. No cabe duda que mucho se lo acredito a mi amplio apetito y, otro poco, a la habilidad literaria de la autora que atrapó la mente de una niña de esa edad.
Desde entonces, los libros se convirtieron en cometas, que me transportaban a cualquier rincón del Universo. Con ellos encontré mundos, personajes e idiomas diferentes. Me hacían la vida más fácil, más sencilla, porque con sólo abrir un libro escapaba. Siempre me decía: “Estoy castigada, no importa, leo. Esta aburrida la fiesta, no importa, leo. Nadie me entiende, no importa, leo. Todos los que me rodean son tontos, no importa, leo”. Así pasaba los años, sumergida en historias que tenían la capacidad de hacerme sentir, como ninguna persona lo hacía. Los libros eran mi mundo y yo era de ellos.
Mis papás nunca derrocharon para satisfacer nuestros caprichos de consumo, pero para comprar libros siempre se tuvo recursos. Por eso, esperaba la feria del libro del colegio con la mayor ilusión. Recuerdo cuando mi papá llenaba la boleta de autorización para comprarlos. La espera para recibir la boleta y confirmar cuánto tenía autorizado para gastar, me quitaba el sueño por días. Pero siempre la recibía, y una sonrisa estallaba al ver el saldo. El día tan esperado llegaba y recorría cada mesa saturada de libros, sin lograr decidirme por cuáles comprar. Todavía puedo imaginarme con los libros en mis manos, el forro plástico que los protegía, y el olor que despedían las páginas al abrirlos. La feria del libro y la excursión anual a la fábrica de chocolates Granada, eran mis días favoritos del año.
Antes de entrar a mi adolescencia ya leía de todo, desde literatura sobre crímenes no resueltos, hasta novelas semipornográficas; desde historias de preadolescentes, hasta libros de infecciones de transmisión sexual. Estoy segura de que mis padres no tenían idea de lo que leía, tampoco los de mi amiga Carolina. Ella también leía de todo. Fue la primera niña con la que discutí sobre libros, comparé lecturas y con quien escribí en silencio. El amor por las palabras nos unió desde pequeñas, y hoy, aunque ella está lejos, todavía es mi amiga, ésa que está inundada de creatividad, que es artista, que escribe con pasión, y que siempre permanece humilde.
Pero no fue sino hasta muchos años después, cuando decidí sacar la cabeza de la burbuja en la que vivía, que me di cuenta de que había sido un gran privilegio haber aprendido a leer y escribir. Porque en este país, aunque es un derecho, tener acceso a la educación es un lujo para algunos pocos. Sin embargo, muchos, aunque recibieron educación, hacen a un lado la lectura. Se conforman con leer a Paulo Coelho y a repetir frases de autores famosos. Entonces sí, le niegan a su imaginación la experiencia de conocer otros mundos, de enamorarse de cualquier extraño, de llorar la injusticia de otros pueblos y de sentir el aroma que desprenden las calles que tal vez nunca caminarán.
Fue con la lectura que conocí a El Principito de Saint-Exupéri, que recorrí el Buenos Aires de Cortázar, que me enamoré en un poema de Benedetti, que fui un árbol que amó a un niño en The Giving Tree, que me emborraché en una de las fiestas de Gatsby y que me sentí una de las mujeres de Marcela Serrano.
Así, cientos de historias me han hecho reír, llorar o simplemente me han inducido el sueño. Y siempre están esos libros que no quiero terminar, porque sé que al cerrarlos me invadirá la nostalgia. Pero ellos, al igual que las personas que llegan a nuestras vidas y se van, son maestros y hay que dejarlos ir.
Más de este autor