A tres décadas y dos años de aquel asesinato —perpetrado por un pelotón del batallón Atlacatl del Ejército salvadoreño—, todavía me pregunto por qué lo hicieron, qué ganaron con tan execrable crimen. Preguntas que me gustaría que hubiesen sido respondidas por el expresidente Alfredo Cristiani, educado y graduado en la Universidad de Georgetown, casa de estudios perteneciente a la Compañía de Jesús.
Los jesuitas martirizados fueron Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín Baró, Segundo Montes Mozo, Armando López Quintana, Juan Ramón Moreno Pardo y Joaquín López y López. También mataron a la persona que estaba al servicio de la residencia, doña Elba Julia Ramos, y a una hija de ella de 16 años.
Yo conocí al padre Ellacuría gracias a la relación que él tenía con dos mentores míos. Uno era el padre Jorge Toruño Lizarralde (mi padrino de graduación). El otro, el obispo Gerardo Flores Reyes, quien para entonces (1980) tenía tres años de haber sido nombrado obispo de la diócesis de Verapaz, parcela eclesiástica a la cual he pertenecido desde mi nacimiento. A la fecha, no recuerdo exactamente el día que los tres coincidimos en la parroquia La Merced de la ciudad capital de Guatemala, pero, seguro estoy, fue después del asesinato de don Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, acaecido el 24 de marzo de 1980. Yo llegué por invitación del padre Toruño, y monseñor Flores me sugirió que le preguntara al padre Ellacuría todas las dudas que yo tuviese acerca de la teología de la liberación y de la doctrina social de la Iglesia (DSI).
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Gracias a ese diálogo con el padre Ellacuría supe que la teología de la liberación se remontaba en su génesis, entre otras fuentes, a la teología política de Johann Baptist Metz, a la teología de la esperanza de Jürgen Moltmann y a la filosofía de Ernest Bloch, que también pregonaba (y pregona) la esperanza. Además, supe que proporcionaba (y proporciona aún) orientaciones esenciales acerca de la justicia social y de su visión eclesiástica: una Iglesia prioritariamente orientada a la causa de los desposeídos y los marginados. Y comprendí que la teología de la liberación era una especie de traducción del Concilio Vaticano II para América Latina. También me platicó de las fuentes de la DSI. Recalcó mucho —dirigiéndose al obispo Gerardo Flores—la importancia de que el magisterio de la Iglesia (como una de las cuatro fuentes de la DSI) tomara el rumbo que se necesitaba en América Central.
Ese día salí feliz de la iglesia de La Merced. Fue como haber encontrado un oasis en medio del desierto más reseco que se pudiera haber vivido. En aquellos días yo cursaba el segundo año de residencia en Cirugía y todos los días me encontraba cara a cara con la muerte en la emergencia del hospital Roosevelt. Se vivía entonces un período muy violento de la guerra interna de Guatemala a nivel urbano.
Diez años más tarde, el padre Toruño me contaría, con mucho dolor, cómo fue el martirologio del padre Ellacuría y de sus hermanos jesuitas de la UCA. Me lo contó a los pies de la imagen del cristo de El Calvario, aquí en Cobán. Él estaba de visita en estos territorios y yo lo llevé a conocer ese templo, que es un ícono religioso para los cobaneros. La jornada la concluimos dialogando acerca de la nada, esa inexistencia que no por serlo nos deja de recordar que el mal es sosegado en su despropósito, impasible ante el razonamiento, insensible ante la necesidad, y que representa la desaparición de todo lo insigne, sima en la que los asesinos de los jesuitas ya se habrían precipitado.
Sé que ellos, los mártires de la UCA, no lo necesitan, pero me gustaría mucho que algún día se los pudiera invocar, junto a san Romero de América, en el canon de los santos y de los mártires.
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