Durante mucho tiempo, antes de la irrupción de los dispositivos móviles y el imperio de las redes sociales, era usual que una persona aprovechara su movilización en el transporte público para leer un libro. Imágenes similares se observaban en parques, en antesalas diversas o en viviendas y oficinas, no digamos en el espacio idóneo: las bibliotecas.
Hoy, no es común que la gente vaya con una producción impresa en la mano, pero sí que porte un teléfono inteligente. Incluso, guardias de seguridad, taxistas y empleados/das que atienden comercios, entre una amplia variedad de perfiles, suelen entretenerse frente a la pantalla rectangular con contenidos audiovisuales cuya capacidad seductora supera al libro.
Por supuesto, el libro electrónico y el audiolibro tienen su demanda; sin embargo, no compiten con las aplicaciones ni los recursos que cautivan a quienes se prenden del móvil para chatear, ver o escuchar lo derivado del hábil uso del índice o de los pulgares. En ese sentido, la lectura tomada de cualesquiera de las secciones de una librería se queda por debajo del impacto del juguete de moda.
Ahora bien, históricamente está comprobado el peso y el valor que aporta un libro. Y es que, a lo largo del tiempo, el libro ha tenido diversas presentaciones, y la principal empezó a desarrollarse en plena Edad Media con el perfeccionamiento que de la imprenta hizo el alemán Johannes Gutenberg. De esa manera, la iglesia católica fue de las primeras instituciones en aprovechar los efectos multiplicadores que brindaba la invención.
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Según las sociedades fortalecieron la escritura y el alfabetismo propició saltos cualitativos de la humanidad, el libro amplió su incidencia. En esa línea, Víctor Hugo afirmó: «aprender a leer es como encender una llama; cada sílaba deletreada es una chispa», en tanto que Jorge Luis Borges sentenció: «siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca», y Robert Louis Stevenson expresó: «siempre tengo dos libros en mi bolsillo, uno para leer y otro para escribir».
Gracias a la literatura, distintas generaciones del mundo han cabalgado por los 74 capítulos de la obra cumbre de Miguel de Cervantes Saavedra, disfrutado las historias visionarias de Julio Verne, los lazos familiares en las páginas de Jane Austen, el terror en los pasajes de Mary Shelley o la crítica social expuesta por Charles Dickens. Más cerca de nosotros, los retratos sociales de Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Gabriela Mistral, y mucho más cerca los de Miguel Ángel Asturias, Tito Monterroso y Virgilio Rodríguez Macal, por ejemplo.
Benedetti, Capote, Cortázar, Dickinson, Duras, Eco, García Lorca, Hemingway, Joyce, Poe, Stoker, Twain, Vargas Llosa, Wilde, Woolf y un etcétera al cubo conforman una nómina de imprescindibles cuando de leer se trata. Humor, desamor, romance, intriga, guerra, reflexión y otras aristas fluyen de argumentos que dejan huella y cultura general.
En nuestro país, la lectura en general y los libros en particular fueron privilegios, pues durante 500 años el analfabetismo se extendió a lo largo y ancho de este territorio. Los nuevos vientos han elevado los niveles de acceso a las letras y para quienes se adentran en ese ámbito ha sido fundamental el paso por obras como El Popol Wuj, El señor presidente, Guatemala, las líneas de su mano; Guatemala: linaje y racismo; La mansión del pájaro serpiente, La patria del criollo y la recopilación de los poemas de Otto René Castillo, entre otros títulos.
Llega entonces otro 23 de abril y con él la conmemoración que rinde tributo a tres grandes literatos que coincidieron en dejar la órbita terrenal en esta fecha: Garcilaso de la Vega, Miguel de Cervantes Saavedra y William Shakespeare. Por cierto, cada año la Unesco y entidades internacionales del ramo literario seleccionan una ciudad a la que confieren la distinción de «Capital mundial del libro», designación que aún no ha recaído Guatemala. Habrá que esperar si la ocasión se dará.
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