Claro, lo reconocí en ese instante, no fue una cosa que se diera de la noche a la mañana. Empezó con la pandemia, esa horrible plaga que nos impusieron a inicios del 2020. De eso hace ya poco más de dos años, las cosas han cambiado. Primero, fue dejar un libro por aquí, otro por allá, ambos luego de unas cuantas líneas. Me dediqué casi por completo a las plataformas en Internet tratando de atrapar fractales que me permitieran la sobrevivencia no solo del virus sino del miedo.
Mientras tanto, estaba parada en el resquicio de una puerta tratando de asumir el golpe que esta verdad significa para mi vida: «ya no me gusta Leer». Guau, qué sorpresa, qué golpe tan contundente, qué cuestión tan terrible. Además de negarme a creerlo, de negarme a aceptarlo, estaba de pie ahí, sosteniéndome apenas por el impacto de este duro golpe.
Tal vez para algunos Leer, así con mayúscula, no sea nada importante. Eso es porque no saben lo que, desde los diez años en que empezó a gustarme, ha significado para mí. Todo empezó cuando un día antes de mi cumpleaños, mi abuela materna murió. Habíamos ido unos días antes a Quezaltepeque, Chiquimula, y estábamos en su casa cuando mi prima Nere me dijo: «Cati, despertate, que Mamá Caro murió». Era de madrugada aún y en ese momento solo sentí un golpe en el pecho y un líquido que me corría entre las piernas. Horas después, ya en el baño, corroboré que no era orina sino una cuestión más bien rojiza que me estaba saliendo y yo desconocía la causa. Me asusté, pero esa es otra historia.
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El hecho es que luego de la muerte de mi abuela, pasadas pocas semanas y ya de nuevo en mi hogar, en la capital, empecé a tener pesadillas con ella saliendo del ataúd como había visto que la colocaron ese día en que murió. Mi papá, que me vio en esos trances, una tarde llegó con un montón de libros usados, los colocó en la mesa y me dijo: «para que te entretengás”. Así fue como Leer empezó a gustarme.
Después, no importaba cómo ni cuándo, Leer me acompañó de día, de noche, en la madrugada. Estaba conmigo en el bus que me llevaba al colegio, durante las clases, en las vacaciones, en el baño, en los paseos, en los cumpleaños, en Semana Santa y en Navidad. Leer en un día de clases, sin cursos especializados ni mucho menos, cuatrocientas páginas. En los días libres, el doble. 20 horas diarias durante varios meses seguidos varios años continuos, décadas. No es exageración, de veras. Leer me gustaba tanto, se constituyó en una cuestión tan relevante en mi vida, que apenas podía hacer otra cosa. Solo lo dejé unos meses por Solfear, ese remoto año en que estudié en el Conservatorio. Pero de ahí en adelante, Leer ha sido más que mi amigo, mi confidente, por épocas, el único sentido de mi vida.
Por eso, esta noche pasada, pensar que Leer había dejado de gustarme fue un golpe literal en pleno centro no solo del pecho sino del alma, del cuerpo, del espíritu, de las células. El tiempo a veces, se detiene y se instala en un lugar que parece inamovible, doloroso. Un desgarre profundo, una puñalada certera, un golpe fatal como cualquier lugar común que provoca náuseas. Me niego, me dije, a que ya no me guste Leer.
Así que tomé un libro y, de nuevo, empecé a gozarme en el intrincado y sutil vaivén de sus palabras. Una línea primero, otra después: un nuevo inicio. Pero esta, también, es otra historia.
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