Mientras tanto, nuestro subconsciente cree en todo porque no tiene filtro. No conoce la diferencia entre lo verdadero y lo no verdadero. Está formado por toda la información sin procesar que recibimos desde pequeños y que viene en forma de palabras, signos, señales y personas. No tiene la habilidad de filtrarla.
Esta información sin procesar en nuestro subconsciente son las creencias. Sin importar qué tan grande sea nuestro consciente, el subconsciente siempre lo controla.
Una creencia es un arma de doble filo y puede sacar lo mejor de una persona, pero también lo peor. Muchas creencias están basadas en prejuicios religiosos, raciales, étnicos y culturales. En cuanto a su aspecto positivo, puedo afirmar que he sido testigo de cómo algunos han pasado por un proceso de conversión y se han transformado en mejores personas al abrazar un culto religioso o practicar sus creencias seculares fielmente.
Sin embargo, también están las creencias destructivas. Los nazis creían genuinamente que la raza aria (los blancos) era superior a los judíos. Asimismo, reafirmaban esa superioridad racial con creencias religiosas. Un grupo de católicos alemanes ayudó a fomentar el antisemitismo por su creencia de que los judíos habían matado a Jesús, por lo que alimentó ese prejuicio antisemita usando la religión como vehículo para fomentar el odio.
Lo triste es que los nazis no se daban cuenta del sistema de odio que estaban alimentando con sus creencias, ya que lo consideraban normal y natural. Genuinamente pensaban que estaban haciendo el bien al enseñarles a sus hijos a denigrar a los judíos. También era normal medirles la nariz para identificarlos, con lo cual alimentaban otro prejuicio: el de que los judíos debían tener la nariz grande. Expresiones de prejuicios como este se pueden apreciar en el museo Yad Vashem (del Holocausto).
Todas las religiones (no solo el catolicismo) pueden implantar creencias que pueden mejorar a la gente o generar más odio y fomentar la violencia. Lo más triste es que gente ciegamente fiel a sus creencias piensa que está haciendo el bien al imponer sus prejuicios y valores en otras personas.
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Después de trabajar en conflictividad social durante muchos años, puedo afirmar que lo que más imposibilita los acuerdos son nuestras creencias. Lo anterior no es una invitación a que las personas dejen de creer, pero sí a que observen sus creencias y sean conscientes de cómo estas pueden controlar nuestras acciones. Las creencias pueden llegar a promover acciones como odio y discriminación, aunque también amor y tolerancia. También debemos analizar al promotor de nuestras creencias (la Biblia, la historia, la familia, nuestro líder religioso o político, etcétera).
En ese proceso de observación, invito a analizar las creencias destructivas provenientes de la religión (como «el homosexualismo es un pecado»), de la familia (como «las únicas familias felices son las que tienen una mamá y un papá») o de una experiencia de la infancia (como «no soy bueno para las matemáticas»). Por último, también evaluemos las adquiridas en el hogar (como «las mujeres se quedan en casa y sirven a sus esposos»). Estos pensamientos pueden estar implantados en nuestro subconsciente y, por lo tanto, condicionar de manera negativa muchos aspectos de nuestras vidas.
Yo soy católico, pero estoy en contra de promover leyes y creencias que generen odio y discriminación contra sectores vulnerables como las mujeres y la población LGBTIQ. Rechazo rotundamente la iniciativa 5,272 de Aníbal Rojas, de VIVA, que busca imponer creencias destructivas sin respetar la libertad de culto y a las minorías.
Yo creo en el ideal de una república, cuya misión máxima es concederle al individuo su libertad. Yo creo que esa libertad se obtiene cuando ningún grupo domina a otro ni aumenta su riesgo de vulnerabilidad. Yo creo en la humanidad, en la tolerancia y en la coexistencia. Yo creo que nuestros líderes religiosos y políticos promoverán y practicarán creencias de amor, y no de odio o discriminación. Por último, yo creo que el amor siempre vencerá al odio.
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