Desde que se inició la transición a la democracia ha habido una división importante en el movimiento social guatemalteco que hay que señalar con toda propiedad, ya que es relevante que se señale. Ese desacuerdo fundamental sobre la estrategia global ha generado no pocas discusiones, pero lo más grave es que ha fragmentado seriamente las posibilidades de cambio, pues a la hora de la verdad no hay fuerza suficiente ni en uno ni en otro extremo de la discusión. Ello favorece sistemáticamente a los defensores del actual sistema, que, ya está demostrado con creces, está en crisis.
La división es entre quienes apuestan por medidas antisistémicas, que intentan los mecanismos de fuerza que favorezcan la modificación coyuntural de las decisiones dentro del sistema o, si fuera el caso, la famosa revolución, tan pregonada por algunos sectores, y quienes apuestan por aumentar la capacidad de decisión dentro del mismo sistema de manera que se modifique la lógica de este desde las mismas reglas vigentes. Dicho desacuerdo fundamental ha llevado a serias divisiones en momentos clave. Por ejemplo, en el período fundacional (1983-1984), un grupo decidió influir en la asamblea constituyente de entonces, mientras que otros se abstuvieron de hacerlo. Igual sucedió en dos momentos clave posteriores: la reforma constitucional de 1993 y la consulta popular de 1999 para reformar la Constitución. El resultado de tales divergencias fue tres derrotas estratégicas. No se tuvo suficiente fuerza para impulsar cambios mayores en la Constitución de 1984, se aprobaron reformas nefastas en 1993 y se negó la posibilidad de cambios bajo el espíritu de los acuerdos de paz en 1999.
Un análisis cuidadoso demostraría que hay problemas en ambas estrategias, pero, a mi forma de ver, la primera es más compleja y difícil que la segunda por una sencilla razón: la comunidad internacional no sería partidaria de esta vía antisistémica, tal como se demostró fehacientemente en el período electoral 2015, cuando se lanzó la consigna «En estas condiciones no queremos elecciones». La advertencia de las agencias de cooperación fue unánime: no se permitiría un quiebre democrático, tal como ya se demostró en Honduras en 2009. La respuesta internacional fue clara y contundente. Paradójicamente, la aspiración en Honduras a un cambio parece haberse logrado dentro del mismo sistema 12 años después de ese intento antisistémico, con lo cual se demuestra que es más viable apostar por las reglas del mismo sistema que por una vía incierta fuera de este. Guatemala, de hecho, estuvo cerca de un cambio en 2019, pero los actores locales se negaron tercamente a facilitar tal alianza.
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Por eso hay que señalar que la miopía estratégica también ha prevalecido cuando se necesita generar acuerdos fundamentales a la hora de presentar un gran frente común. El primer quiebre es cuál sería la agenda mínima de transformación. En dicha agenda siempre se sacrifica la inclusión de demandas históricas como la reivindicación de la agenda de los pueblos indígenas y de los movimientos de mujeres, pues la lógica racista y misógina supuestamente es de las más difíciles de enfrentar, por lo que habría que renunciar a ella para avanzar. El segundo quiebre es igualmente importante: ¿a qué sector o grupo se le otorga la posibilidad de liderar la coalición cuando todos quieren ser la cabeza del grupo? En el pasado, todo intento de alianza ha fracasado justamente por este detalle: los aliados se comprometen tibiamente, por lo que al final todas las coaliciones progresistas han sido un rotundo fracaso.
Los desacuerdos estratégicos, por lo tanto, promueven una derrota cíclica de quienes pretenden cambiar el sistema debido a que la tan ansiada unidad nunca llega. Lamentablemente, en acercamientos con algunos actores políticos actuales, las excusas de por qué no es viable una alianza siguen vigentes. Recientemente, en una plática virtual, una diputada expresaba públicamente que hay un consenso entre los partidos progresistas de oposición de que las alianzas son inciertas y de que a cada actor le ha ido mejor solo que en alianza.
Mientras se mantenga la actual división estratégica, la posibilidad de cambios en el futuro inmediato es incierta y compleja. Parece que, lejos de aprender de nuestros errores, los actores progresistas estamos tercamente resueltos a seguir apostando por las estrategias que han demostrado hasta la saciedad que no funcionan. Y, tal como ya nos advertía Albert Einstein: «Locura es hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener diferentes resultados».
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