Su homólogo no dudó en contestarle casi en tono de defensa: «Hay muchos asesinos. ¿Qué? ¿Usted piensa que nuestro país es tan inocente?». Si bien el empresario devenido político no deja de tener cierta razón, una vez más la simpatía, si no la devoción, del presidente estadounidense por su colega ruso tiene poco parangón con anteriores administraciones. No digamos con las sanciones del gobierno de Obama luego de la anexión rusa de Crimea en 2014.
En esta nueva normalidad, ¿no es un tanto irónico que los rusos se posicionen como una fuerza política de gran influencia en los Estados Unidos y en Europa luego de todos los desmesurados esfuerzos por dominar y destruir a la otrora Unión Soviética, su archirrival ideológico? ¿No es irónico que tanto el actual gobierno estadounidense como políticos europeos le rindan pleitesía a Putin, un exoficial de la KGB comunista? ¿No es paradójico que, después de cuantiosos recursos financieros y saldos en víctimas deponiendo gobiernos democráticos e instalando a sus propios dictadores en América Latina, ahora resulta que a la cabeza de la Casa Blanca se encuentre un hombre de mano dura? Y esa oligarquía que se desató en Rusia luego de la desintegración de la Unión Soviética y de la aparición de la tercera vía anglosajona, ¿no es una que estamos presenciando con la llegada al gabinete de empresarios millonarios y consejeros privados de cuestionable reputación, que no tienen ni la menor idea de la gestión pública, pero, como aves rapaces, parecen listas para quedarse con el erario público? ¿No que esto solamente pasaba en los países al sur del río Grande?
Hasta ahora pareciera que, más por propaganda que por una estrategia afinada de país, el mandatario estadounidense y su consejero más próximo, el ultraconservador Steve Bannon, encuentran réditos en mantener una suerte de detente en las relaciones ruso-estadounidenses para consolidar un núcleo de países cuyos líderes políticos creen en la necesidad de reposicionar sus agendas nacionalistas, aislacionistas y antiprogresistas frente a nuevas realidades demográficas, culturales y económicas.
Tal es el caso de Francia, donde los principales candidatos presidenciales, Marine Le Pen, del Frente Nacional, y François Fillon, del Partido Republicano, admiran las aspiraciones proccidentales, antislámicas y patriarcales del presidente ruso. Como que los soixante-huitards (ahora abuelos) y los jóvenes herederos de la revolución social de mayo de 1968 (al igual que los baby boomers del otro lado del Atlántico) de repente se encontraran incapacitados para entender las nuevas tendencias culturales y supeditaran los principios de libertad, fraternidad e igualdad al rescate del orden, de valores tradicionales homogéneos y de una supuesta unidad eurocaucásica que se sostiene por tratados de los que algunos quisieran prescindir.
La nueva alineación geoestratégica entre antiguos aliados con Rusia responde, sin duda, a su cercanía con una potencia militar y nuclear en manos de un gobernante autoritario. Es el efecto que las sanciones económicas representan para los intereses económicos de grandes empresas agrícolas y petroleras, así como la necesidad de alinear a Putin en la lucha contra el Estado Islámico y de estabilizar a Siria para contener posibles ataques terroristas a Europa. Pero ¿qué tan cimentadas y sostenibles son estas alianzas, que más parecieran responder a apetitos electorales?
Con un empresario volátil, irascible y errático al frente de una de las superpotencias y otro ególatra oportunista con tendencias expansionistas como su socio, me temo que, más temprano que tarde, todos estos aliados en potencia descubrirán que se encuentran jugando a la ruleta rusa.
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