La pobreza de vocabulario de los funcionarios públicos

Las peroratas escuchadas (desde sus propias voces) me permitieron advertir que, más allá de sus descarriadas intenciones (la Iniciativa 5272), su deterioro lingüístico es terrible. Se trata de una sintomatología que refleja su menoscabo intelectual y educativo. 

Huelga decir que no es solo el Congreso de la República el afectado por la pobreza léxica de sus funcionarios. Ese tipo de indigencia acomete a casi todas las categorías de servidores públicos. Es muy frecuente en sus alocuciones la repetición de frases y el uso de palabras cuyo espectro de significado va desde entidades inmateriales hasta adjetivaciones diversas como uno de los graves síntomas de ese deterioro. Otro indicio es sustituir una adjetivación por el vocablo «cosa».

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¿Cómo vamos entonces a exigirle a un funcionario público actuar apegado a la razón cuando padece de esa inopia intelectual que le fragmenta su lenguaje de manera espantosa? Recordemos que razón y lenguaje están trenzados y esa vinculación es indispensable para expresar una idea.

Ese deterioro lingüístico está llegando a límites riesgosos. Entre los sumideros por donde derrapan se advierte la utilización de palabras soeces a falta del suficiente conocimiento de adjetivos y sustantivos. Esa ausencia idiomática conlleva un menoscabo de la dignidad del puesto que ostentan porque, a más de la vulgaridad que exhiben (innata en muchos de ellos), no se expresan de forma correcta.

Es común escuchar la utilización reiterativa de pronombres indefinidos, de la conversión de una idea concreta a una entidad abstracta y, en consecuencia, de la interpretación inadecuada del propósito de un discurso. Esta última es grave en personas que legislan o que administran justicia o aplican leyes. En consecuencia, no se puede tolerar a funcionarios que para solicitar un documento se refieran al mismo como «aquel asunto» ni a burócratas que utilicen de manera constante expresiones insolentes y chabacanas.

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Suficiente tenemos ya con el cúmulo de chistes que a lo largo de los años se ha endosado (no sin razón) a presidentes, alcaldes y gobernadores. De ellos recuerdo uno que no lo fue tanto. Concierne a un mensaje que emitió un alcalde (allá por el año 1968) cuando aquellos jefes edilicios fungían como jueces de paz. Palabras más, palabras menos rezaba: «Yo, Antulio de Paz, Alcalde Municipal y Juez de los mismos apellidos, dispongo que…». Huelga decir que ese nombre, Antulio de Paz, es supuesto. Cualquier parecido es pura coincidencia.

Cáigase en la cuenta —con relación a ese tipo de anécdotas— que no obstante su contexto jocoso no había pobreza lingüística en los mensajes expresados. Se ridiculizaba la dificultad que tenía el sujeto para la organización de significaciones. Pero ahora muchos diputados, alcaldes, gobernadores y ministros de Estado, padecen de las dos carencias: privación lingüística y dificultad para organizar pensamientos.

¿Pueden remediarse esas insuficiencias? La respuesta es: sí, pueden corregirse. 

Para mejor ejemplificar invocaré un fragmento de la lección inaugural de la Universidad Rafael Landívar dictada por el doctor Salomón Lerner Febres el año 2011. Dijo de manera textual: «Hoy sabemos que el gran enemigo de la democracia y de la salud de la cosa pública no es en primer lugar la corrupción ni la inacción, sino la degradación del lenguaje. Por ello, si hay un cometido inexcusable para la universidad actual como aporte a la construcción de la ciudadanía, es el de preservar el poder comunicante y vinculante de la palabra».

Recuperar el ennoblecimiento del lenguaje nos dará un beneficio (personal y social) de valor incalculable y esa deberá ser una tarea prioritaria no solo de las universidades sino también del Estado en el próximo decenio.