Y nosotros, los guatemaltecos, estamos viviendo una situación doblemente anormal: la pandemia de covid-19, que es común al mundo entero, y el pésimo manejo de la crisis por parte de nuestro Gobierno.
No le extrañe entonces al lector el cúmulo de reacciones anormales que estamos viendo a diario en nuestra sociedad: agresión a personas que representan algún tipo de autoridad (policías, por ejemplo), conflictos entre vecinos, niveles superlativos de intolerancia, desintegración de familias y alteraciones emocionales en muchas personas que antes de la pandemia tenían una absoluta sanidad mental.
Sucede que el denominador común de una pandemia, como el de cualquier otro tipo de desastre, es la incertidumbre. Y esa falta de certeza genera una mengua en la dimensión espiritual de las personas que a la vez provoca una pérdida del sentido de la vida. Mucho más cuando la muerte cobra rostro, nombre y forma. Nosotros en Guatemala llevamos más de 14,000 fallecidos a causa de la acometida del SARS-CoV-2, y no hay una sola familia que no haya sido afectada por la enfermedad, que se logra curar o desemboca en su consecuencia más aciaga: la muerte.
En el primer caso —la enfermedad que se logra curar—, la familia queda arruinada en su economía porque el Estado no ha sido capaz de darles el mejor soporte a los enfermos a pesar del sobrehumano esfuerzo del personal de salud, que se bate día a día en primera línea contra la enfermedad (no pocos han muerto por haberse contagiado y por no contar con el equipo adecuado). En el segundo caso, se suma el efecto psicológico que implica el deceso del familiar. Pero las deudas persisten, las hipotecas coexisten, los cobros llegan y la angustia existencial con sus síntomas de vacío hace presencia.
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Esos resultados negativos —devenidos del intento de librarse de la enfermedad o de salvarles la vida a los padres, a los hermanos, a los hijos o al prójimo más cercano— provocan reacciones emocionales caracterizadas por enfados constantes, cuya intensidad va in crescendo. Me refiero a la ira. Se trata de esa furia que estalla al menor estímulo y que puede llegar a provocar desde un insulto hasta una agresión física. Si a esa ira le sumamos la pérdida de un empleo o la disminución de los ingresos económicos (a causa de la pandemia o del aprovechamiento de la situación por parte de los felones que nunca faltan para medrar durante las crisis), el caldo de cultivo para un estallido de cualquier tipo está servido.
Es momento entonces de que nuestras autoridades detengan sus pasos (algunas no saben ni hacia dónde van) y se dispongan a discernir qué es lo mejor con relación no solo al manejo de la pandemia, sino también respecto a la salud mental de la población.
Hay preguntas tan sencillas cuyas respuestas, si generan un cambio positivo después de discernirlas, pueden disminuir la presión social que ya se vive. Entre otras, ¿es el momento de que los policías de tránsito actúen de manera preventiva o de que anden colocando cepos y multas a diestra y siniestra?, ¿es el momento de que los inmediatos superiores de las instituciones públicas y privadas, empresas, organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, etcétera, actúen como líderes de valía o se comporten como vulgares capataces? (esta última actitud puede provenir de fracturas internas que se traen desde la niñez), ¿es el momento de que los políticos comiencen a perorar su sarta de mentiras (ofrecimientos imposibles de cumplir) con miras a las próximas elecciones?
Entendamos, por favor, que estamos en medio de una de las peores pandemias de la historia y que, de seguir con las conductas que se han esgrimido (por parte de gobernantes, dirigentes políticos y de muchos pseudolíderes empresariales), vamos en ruta a la Semana Trágica de 1920.
Recordemos: «Ante una situación anormal, una reacción anormal constituye una conducta normal» (Viktor Frankl).
Hasta la próxima semana si Dios nos lo permite.
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