Esta condición se ha acentuado en los últimos dos años en la región II (norte) de Guatemala, tanto en el área rural como en la urbana, quizá como nunca antes se había visto. A continuación expongo algunos signos alarmantes:
- La búsqueda de comida para sí y para la familia por parte de niños menores de 12 años.
- La búsqueda de comida en depósitos de basura por parte de mendigos adultos.
- La cantidad de personas que, en una macabra migración endógena, van y vienen en busca de trabajo sin importar que se les pague exiguamente. De hecho, para ellos el salario mínimo es una utopía.
De los dos sucesos que a continuación narraré, mi esposa y yo fuimos testigos de uno. Ambos son inconcebibles en una sociedad que se dice mayoritariamente cristiana.
El recién pasado jueves 23, en un viaje hacia la capital, encontramos entre Tulumaje y El Rancho un camión con una carrocería relativamente pequeña, pero acondicionada para transportar ganado vacuno. Terriblemente, a bordo no iba ganado, sino una cantidad de gente que calculamos entre 25 y 30 personas. Hombres, mujeres y niños viajaban de pie, apretujados, sin algo que los protegiera del sol, del viento o de la lluvia. Su mirada y su rostro eran el vivo reflejo de la desesperanza.
Mentalmente retrocedimos a las últimas tres décadas del siglo pasado, cuando cientos de personas eran transportadas en condiciones infrahumanas hacia las fincas de la costa sur de Guatemala. Y caímos en la cuenta de que, en pleno siglo XXI, semejante infamia está de vuelta.
Como si fuera poco, dos policías le hicieron el alto al piloto del camión, y a este la indicación policial le vino guanga. No se detuvo. Los policías no poseían un vehículo disponible en el retén. Ojalá hayan tenido un teléfono móvil para reportar el vehículo a su puesto de mando.
El otro hecho me lo narró un amigo. Me contó que usualmente comparte alimentos con dos personas indigentes que acuden a su casa a la hora de almuerzo. Dos meses atrás comenzó a llegar un niño (de unos 11 años) a pedir comida, la cual guardaba en una bolsa. No se la comía allí, en la puerta de la casa. Un día le preguntó la razón y el chiquillo respondió: «No es para mí. Es para mi mamá, que está enferma y sin trabajo. A veces alcanza para mis dos hermanos».
Y sé que cada lector podría compartir otros casos similares. La pregunta es: ¿cuál es la basa de tanta sinrazón?
El 6 de febrero de este año expuse en este mismo medio: «Guatemala tiene una fuerte migración endógena y exógena, claro signo de que el barranco que hay entre ricos y pobres se acrecienta cada vez más en anchura y profundidad. Y, encima de ello, la costra sobre las conciencias se vuelve día a día más gruesa y más dura en ambas categorías (ricos y pobres). Porque, así como no concibo que un patrón pague salarios de miseria (aunque los domingos se rasguñen la cara o canten aleluyas), tampoco acepto que, en nombre de la búsqueda de nuevos horizontes, un niño o un adolescente sea enviado en solitario a cruzar peligrosos desiertos y caudalosos ríos confiados a un coyote que en el mejor de los casos permitirá que se lo coman los coyotes». Y a nueve meses de haber arado en el mar los síntomas y signos de esta sociedad enferma, indican que la brecha entre ricos y pobres sigue aumentando.
¿Qué hacer? O, como reza el poema Tecún Umán, de Miguel Ángel Asturias: «¿A quién llamar sin agua en las pupilas?». Yo propongo que respondamos como Asturias: «¡Tecún Umán! ¡Quetzalumán!», pero con la firmeza de acciones que sigan a las palabras. Quizá para nosotros en el norte valga: ¡ni un desalojo más!
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