Puede que sea una historia apócrifa, pero en algún lugar decían que a Napoleón no le gustaba hacer el amor, sino haberlo hecho.
A nosotros nos pasa algo similar aunque menos gozoso. Escándalo tras escándalo tras escándalo, vivimos en un estado de emergencia social. Impacientes, nos frustra no haber terminado algo cuando en realidad lo acabamos de empezar. Nuestra apoteosis de emoción colectiva dura poco. Suceden cosas como las que no habían sucedido nunca, pero cuando los protestantes novatos están ap...
A nosotros nos pasa algo similar aunque menos gozoso. Escándalo tras escándalo tras escándalo, vivimos en un estado de emergencia social. Impacientes, nos frustra no haber terminado algo cuando en realidad lo acabamos de empezar. Nuestra apoteosis de emoción colectiva dura poco. Suceden cosas como las que no habían sucedido nunca, pero cuando los protestantes novatos están apenas aprendiendo a balbucear alguien hace un gesto despectivo con la mano y vaticina, como si a estas alturas esperara un discurso de Cicerón: “Bah. Así no llegarán a nada. Ni siquiera se expresan con elocuencia”.
Otros se suman entonces al oráculo, porque ser pesimista, ser escéptico, da prestigio y es un lugar seguro. Su duda o su pesimismo no constituyen un punto de partida. Es un punto de llegada, una forma de protegerse, su inexpugnada fortaleza.
Acierten o fallen, los pesimistas vocacionales, los escépticos, salen ganando. Si lo primero, se sentirán sabios y serán reconocidos como tales: “¿Ves? Te lo dije”; si lo segundo, vivirán en un mundo mejor. Cualquiera de las dos opciones es más gratificante que creer, errar, y pasar por ingenuo o cándido.
Además, lo llevamos inscrito en el ánimo: tantas veces hemos fracasado como sociedad que nos cuesta imaginar que no sea ese el estado natural de las cosas, nuestro malhadado signo. Somos una paradoja y una escisión: deseamos algo mejor pero suponemos que fallar es nuestro destino. Y —pájaros de mal agüero— nos apresuramos a decretar nuestra propia caída justo cuando apenas nos estamos alzando.
Es normal que dudemos y que vivamos con prisa cuando nuestras aspiraciones nos sacan varias décadas de ventaja, si no es que siglos. Es, además, lo propio de esta época en la que en apariencia todo sucede rápido y sin que casi lo entendamos. Los ciclos de noticias, por ejemplo, antes los marcaban los periódicos y duraban al menos un día. Hoy el tiempo se condensa, las informaciones nos rozan como una cascada constante, y la sensación de flujo torrencial es abrumadora: nos aplasta el volumen de noticias y parece que en dos meses hemos vivido dos años antiguos, o siete, o diez.
Pero el pesimismo final y la prisa son corrosivos. Y el sentimiento de compresión temporal tiene algo engañoso: hay cosas que todavía maduran más o menos al viejo ritmo.
Por eso, somos un poco injustos con las manifestaciones, con las marchas, con las protestas. (No hablamos de aquellos que quieren verlas desdibujadas y moribundas, de aquellos que están intentando partirlas y distraerlas y confundir, sino de aquellos que deseamos su triunfo y enarbolamos sus causas.) Decimos que la escasa afluencia a la última convocatoria capitalina (lo han calculado en 10 mil personas ¡10 mil! ¡¿Hacía cuánto que no se reunían 10 mil personas por voluntad propia en un acto político en la capital?!) demuestra el declive de la protesta.
Pero no lo demuestra.
Puede suceder que así sea, que esté declinando, pero no lo demuestra. Las concentraciones no han sido un in crescendo constante, sino que han seguido un ciclo de altibajos. Entre la primera, con 30 mil, y la cuarta, con 60 mil, hubo dos que pasaron casi desapercibidas, por ejemplo.
Es cierto que el despertar del movimiento fue raudo, relampagueante como los tiempos modernos, porque internet fue su catalizador. Pero su evolución responde a una lógica más contenida, y así debe ser: la de la organización en las calles. Lo que nace de la indignación y no de la voluntad es tan espumoso y volátil como la indignación misma: la frustración es su rápido antídoto. Lo que se gesta en un día es flor de un día.
A veces, nos mostramos demasiado convencidos de que las protestas no van ya a ninguna parte, sin líderes visibles, tradicionales, sin organización, sin plan; y ese “a veces” quiere decir “desde la primera semana”. Pero nos falta perspectiva: lo cierto es que han pasado solo dos meses y la cosa está madurando a un ritmo, cuando menos, semejante al que se había visto en España, quizá forzado por esa urgencia que sentimos como definitiva, por esa sensación de momentum, por el tic tac apresurado de las elecciones.
Pero nada es nunca definitivo (ni el éxito ni el fracaso: al andar se hace camino) y la prisa no debe ser adversaria, sino aliada. Hay cosas que hacer ahora y hay cosas que labrar en un tiempo más largo.
El 15M español, el movimiento de los indignados, cumplió cuatro años hace un mes. Pasaron casi tres sin ningún cambio más que el cambio de conducta de los españoles con respecto a su casta política y económica. Luego surgió un partido. Se llamaba Podemos. Y ganó unas cuantas diputaciones en el parlamento europeo. Y más tarde logró cierto éxito en las elecciones autonómicas. Y recientemente algunas de sus organizaciones satélite acabaron con las mayorías absolutas de la derecha en las principales ciudades. Hoy, la alcaldesa de Madrid y la de Barcelona son cercanas al movimiento de indignados. Y aún faltan las elecciones generales. Pero entre 2011 y 2014 no hubo cambios políticos ni demasiadas alteraciones reales al sistema. Sí esas otras cosas que llamamos crisis y que apenas son escándalos. Fueron múltiples. Hasta el rey tuvo que abdicar el año pasado. En México, por cierto, Yo Soy 132 bulló en 2012 y luego pareció implotar hasta la masacre de Ayotzinapa, en la que el mismo descontento sacó a cientos de miles de personas a las calles. Ahora, Morena, quizá el principal portador de aquel ánimo, como Podemos en España, entró de la nada en el Congreso. Pero ¿cambios político institucionales? Aún faltan.
En Guatemala, la protesta ya ha empezado a organizarse, pero no lo hace de la manera tradicional ni abarca todo el movimiento. Pero eso no es nada raro: no es un fracaso, así son los movimientos por lo general, anárquicos, informes, contradictorios, con multiplicidad de brazos. Más allá de que el #RenunciaYa se haya completado con #JusticiaYa, #ReformaYa y #RevelaYa y con la acusación a los que mandan de verdad (por fin entenderemos que lo del río La Pasión no es un accidente sino una consecuencia del modelo), algunos grupúsculos gestados en el seno de las manifestaciones o en sus aledaños (no podía ser de otra manera, dado su temor a la cooptación) están comenzando a constituirse o moverse en otros espacios.
Es difícil hablar de estrategia, porque la estrategia exige no solo tener objetivos unánimes, sino también coordinación, y ninguna de los dos elementos existe de manera generalizada.
Aun así, se pueden discernir luchas en dos tiempos y dos lógicas, ya sean conscientes o involuntarias. Ambas se complementan, aunque a menudo las veamos como excluyentes. La lucha en el plano institucional, que es de corto plazo (hablamos de un lustro, mínimo); y la lucha en el plano económico y sociopolítico, que es de largo, y hablamos como poco de dos décadas.
Entonces están, por un lado, las acciones de reforma inmediata al sistema institucional, que espoleadas por la prisa se expresan con mayor fuerza en su rechazo a las regulaciones electorales vigentes y pretenden una transformación previa a las elecciones. Aunque estas medidas son las que menos visos de éxito tienen, gozan, por su espectacularidad y urgencia, de mayor visibilidad. Y han fructificado hasta tener una idea que se prefigura como brillante —y más viable y sensata que otras de espacios ya consolidados, como la del Foro Guatemala—: el Grupo G48 le ha pedido a la Corte de Constitucionalidad que impida a los diputados inscribir sus candidaturas electorales por incumplir deberes constitucionales. Puede que fructifique o que no lo haga, pero hasta ahora es la táctica más creativa, inteligente y justa que se ha visto. Y la que más afecta al actor político que puede tramitar los cambios.
Por el otro, pudiera estarse gestando algo mucho más nodal: una nueva corriente de transformación en ámbitos geográficos en los que creíamos que no la había, un cambio en la forma de ver las cosas que traiga aparejado, como efecto secundario, un cambio en la forma de aproximarse a la política y al país. ¿Se gestan nuevas organizaciones? Parecen gestarse. Pequeñas e incipientes formaciones políticas. Coordinadoras de estudiantes que comunican regiones. ¿Se gestan protestas que nos conmueven y nos identifican? Miremos a esos jóvenes que subvierten el orden con la sutileza de cubrir con pinturas llenas de vitalidad la propaganda de los partidos. O a ese caminante que en protesta silenciosa, casi desapercibido, recorre el país desde Quetzaltenango hasta la capital como un humilde y emocionante símbolo.
“Algunos comienzan a cobrar una conciencia que ella no veía desde hacía mucho, dice la escritora Ana María Rodas … Pero aún parecen pocos. La clase media, a un centímetro del abismo y sin la habilidad del equilibrista, apenas se mueve para alejarse; apenas algunos se mueven.
Y no sería mala señal que esos que lo hacen confluyeran con aquellos que desde hace mucho saben que pocas cosas iban bien: la gente que hoy se reúne en movimientos sociales, en organizaciones con base popular.”
Quizá nos equivocamos en que no supimos ver la fuerza de esa corriente subterránea que apenas se notaba entonces; o quizá simplemente no estaba ahí todavía.
Sea como fuere, sostenemos hoy lo que sostuvimos en aquel momento. Todo está abierto. No hay nada seguro y es difícil saber si trastocará las reglas. Tampoco sabemos adónde conduce todo esto. “Pero una cosa parece clara: si en el futuro se agazapa algún cambio benéfico importante, parece más probable que emerja desde abajo a que se derrame, como nunca se ha derramado la riqueza, desde arriba.”
Parece más probable eso a que las reformas o las transformaciones vengan, como algunos observadores nada ingenuos sugirieron que sucedería, del actual vicepresidente, Alejandro I, el Desaparecido.