En la distopía escrita por Aldous Huxley, Un mundo feliz, se describe una sociedad dividida en castas que están condicionadas de muchas maneras desde su origen. Algunos de los condicionamientos se gestan incluso durante la etapa embrionaria. Entre ellos, el que más atrapó mi atención es la limitación deliberada que interponen al desarrollo de los embriones de las castas inferiores, a las cuales se les suple menos oxígeno del necesario para desarrollarse plenamente. Quizá me atrapa y horroriza porque me recuerda El país más feliz del mundo, título del libro de Andrés Zepeda sobre la desigualdad galopante en Guatemala, donde se deja a la deriva a muchos niños desde la infancia, la cual estos sobrellevan con una desnutrición crónica de la que es poco probable que se recuperen, pues es alto el riesgo de que sus capacidades cognitivas queden mermadas para siempre a no ser que se haga algo contundente. Así de compleja puede ser la pobreza, de la que no se sale con una mente positiva, esperanzas altas, plegarias ni oraciones, ni siquiera levantándose durante décadas a las 4 de la mañana para trabajar. Este lastre de país es prueba de ello, de que la meritocracia no funciona, de que el esfuerzo individual es insuficiente y, por lo tanto, de que la democracia entre hombres tan desiguales —que no diferentes— es todavía una quimera.
Otro tipo de condicionamiento descrito en la novela, que no permite ver la gravedad del primero, es de corte más ideológico y consiste en el adoctrinamiento durante el sueño, la «hipnopedia». A causa de esta no se logra ver que ambas situaciones —la de Un mundo feliz y la de El país más feliz del mundo— son diseños deliberados, y no fatalidades, pues la falta de plan es el plan del olvido y de la indiferencia. Es decir, no tiene nada de natural que seis de cada diez guatemaltecos vivan en situación de pobreza ni que uno de cada dos niños sufra desnutrición. Asuntos similares podemos ver en novelas célebres como 1984 o Animal Farm, donde se reescribe la historia a través de obliteraciones, se readecuan los hechos a la versión oficial, se transforma la realidad a través del lenguaje, etc.
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Un punto que desvela lo ideologizados que estamos es la cantidad de personas que se indignó más por el daño al patrimonio urbano que por las injusticias sociales en las que viven sus compatriotas. O, si queremos comparar eventos del mismo día, los pocos que reaccionaron a que dos jóvenes perdieran un ojo a causa de la desproporcionada represión policial. Es como si la miopía ideológica no nos dejara ver —como las castas bajas en la novela de Huxley, que agradecen su injustificada posición social— que la proporción de ambos eventos no son equivalentes desde ninguna perspectiva. Es más: no logramos ver que el origen de la violencia es la desidia y la indiferencia que emana de nuestras élites políticas y económicas. No vemos que las manos que prenden el fuego son las mismas que roban y dejan a otros en la pobreza. Además de que existen sospechas de que se trate literalmente de las mismas manos —unas no muy invisibles que digamos—, lo llamativo es que aceptamos con más normalidad que nos roben mientras garanticen nuestra estabilidad, pero simultáneamente condenamos con celeridad los daños ocasionados a edificios inertes. Es la misma ceguera que les abre los ojos a quienes están condenados al olvido en el interior del país únicamente para ser criminalizados cuando pretenden hacer escuchar su voz y no encuentran otra manera.
Así como afirma Zepeda en su libro: «Poco puede hacerse por una sociedad cuya élite, aun siendo capaz de emprender cambios, opta mejor por cruzarse de brazos considerando que la segregación es un hecho natural y el blindaje una receta deseable». Y son esas élites las que escriben en columnas que hay grupos («izquierdosos») que buscan crear y sacar tajada de la inestabilidad. Me recuerda las palabras de Mustafá Mond cuando justifica en Un mundo feliz la razón del condicionamiento para el orden social: «No deseamos cambios. Todo cambio constituye una amenaza para la estabilidad».
¿Qué hacemos ahora? Aprovechemos a leer mucho. En este país, leer es subversivo. Así lo evidenció Irene Piedrasanta y así ocurre en 1984, en Un mundo feliz y no digamos en Fahrenheit 451, donde los libros son el punto de partida a la libertad de los personajes. ¡Nos vemos en la plaza!
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