En Ciudad Gracias estuvo la sede de aquel tribunal al término de la primera mitad del siglo XVI y el nombre original del poblado era «Ciudad Gracias a Dios». Su casco histórico con la presencia de tres iglesias icónicas: La Merced, San Marcos y San Sebastián; el edificio donde funcionó la Real Audiencia, el Fuerte de San Cristóbal y sus calles coloniales hacen del entorno un vórtice por donde se puede transitar entre los siglos XVI y XVII.
El viernes 9, a medio día, tuve que suspender temporalmente mi trabajo de campo debido a una manifestación. Se trataba de la confluencia de algunas marchas en apoyo al presidente de Honduras, Juan Orlando Hernández (JOH). A ojos vistas se notaba que los manifestantes, servidores públicos en su mayoría, iban obligados. Los rostros descontentos, las miradas perdidas y un arrastrar de pies en contra de la voluntad personal eran signos inequívocos de la imposición.
Unos pocos, decididos partidarios del presidente Hernández, llevaban pancartas con la fotografía de su líder y gritaban consignas en contra del gobierno de Estados Unidos de América. Fue así como nos enteramos (mi esposa, mi hija mayor y yo), que las protestas se debían a señalamientos del gobierno de aquel país con relación a la participación de un hermano del presidente de Honduras en la comisión de delitos vinculados al transporte de drogas hacia aquella nación.
Un policía nos sugirió —en aras de nuestra seguridad— volver al hotel. Nos contó que en todo el país había marchas desde el miércoles 7. Unas eran a favor de los hermanos Hernández y otras en contra de ellos. Pero en Ciudad Gracias todo lo que vimos fue a favor del presidente.
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El recién pasado martes 15 de febrero, cuando vi las fotos de la captura de Juan Orlando Hernández (engrilletado desde las muñecas hasta los pies), recordé la metáfora de la cobra. Se trata de una alegoría que me contó un amigo jesuita en ocasión de un retiro espiritual que vivencié bajo su dirección. Me aleccionó así: «Las cobras no se molestan en perseguir a sus presas. Las cobras se enrollan, se yerguen y se mecen lentamente, de un lado a otro. El movimiento pendular y la fascinación que provoca atrae a los roedores. Estos se acercan confiados y se arriman a una distancia alcanzable. En este momento la cobra emite un peculiar silbido, se arroja sobre ellos y los engulle».
Medité entonces acerca de algunos contrastes (en la vida de Juan Orlando Hernández y otros personajes similares) y saqué algunas conclusiones vinculadas a la metáfora.
Entre los contrastes imaginé aquellas fotografías del presidente de Honduras que vi en Ciudad Gracias el 9 de agosto de 2019. Su rostro era altanero y tenía una mirada desafiante. En discordancia, observé las fotos de su humillante aprehensión. Sin duda, los grilletes en las muñecas y en los tobillos enlazados por sendas cadenas que lo obligaban a encorvarse no eran necesarios. La acción fue para provocarle un escarnio cruel y despiadado. Y contrasté también esas imágenes con las fotos de presuntos delincuentes que en Guatemala se presentan a los tribunales con un antebrazo metido en un cabestrillo para evitar las esposas. Me pregunté respecto a estos últimos, ¿se tratará del momento final de esa fascinación que les provoca la cobra? Porque el cabestro o sostén no podrán usarlo a perpetuidad.
Como conclusiones —a la luz de las realidades del expresidente hondureño— sinteticé las acciones de la cobra como faenas del mal. Me refiero a esos dinamismos que gustan, atraen, fascinan y permiten que se acerquen las personas (a la serpiente) hasta el lugar y el momento en que no se puede volver atrás. También asumí que esa cobra no es necesariamente una entelequia incorpórea. Puede ser una institución o una potencia mundial, de esas que consienten la comisión de delitos nacionales e internacionales y permiten incluso que se les sobajee la cara. Bien sabe ese tipo de cobra que muy próximo está el engullimiento de aquel o aquellos que, al mejor estilo de Juan Orlando Hernández, se creyeron omnipotentes.
Así los escenarios, el caso JOH debe servir como un espejo a los mandamases del Triángulo Norte. La cobra los tiene muy fascinados y no se han percatado de que está muy cerca de emitir su silbido y arrojarse sobre ellos.
Al entendido por señas.
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