El detonante fue la espuria destitución del fiscal Juan Francisco Sandoval Alfaro, jefe de la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI). Dicha destitución fue calificada por la Conferencia Episcopal de Guatemala de «ilegal y arbitraria». Cito a los obispos guatemaltecos porque hasta Vatican News publicó un comunicado titulado «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia» (Mt. 5,6), mediante el cual les exigen a los operadores de justicia «no perder el horizonte del bien común como expresión máxima del sentido del Estado de Guatemala».
Las consecuencias de semejante decisión están a ojos vistas y no deseo sobreabundar acerca de lo que puede llamarse una actitud no discernida con sus ya imparables secuelas. Esta vez deseo argumentar acerca de la personalidad del ahora exfiscal Sandoval, a quien siempre quise dedicarle un artículo. No lo hice antes de su salida del Ministerio Público porque no me gusta ensalzar a las personas que, mereciéndolo, están en un puesto trascendente. Mis razones son dos. La más importante concierne a no defenestrar cualquier atisbo de liderazgo en una persona que se entrevé como tal en el futuro (porque el buen líder, como el profeta, deja de serlo cuando se da cuenta de que lo es). Y la otra, no aparecer como un adulador de oficio.
Quiero ahora retomar mi intención y resaltar en la personalidad de Juan Francisco cuatro características que bien vale la pena distinguir: su serenidad, la paz que transmite con su mirada, su capacidad de discernimiento y su humildad.
En cuanto a su serenidad, siempre lo vimos mantener la calma en medio de los bamboleos que implicaban (e implican) para él batirse contra la impunidad en este país donde el crimen organizado manda y desmanda. Esta condición, convertida en un valor, lo hizo actuar siempre de la manera más objetiva posible. Jamás se nos olvidará su estado apacible ante las ventoleras, y será un ejemplo a perpetuidad para quienes deseen profesionalizarse como fiscales de carrera.
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Sobre la paz que transmite, «los ojos son las ventanas del alma», dicen muchos tratadistas. Yo, en mi práctica profesional, he hallado tres tipos de mirada con reiterada frecuencia. Una es la de aquellas personas que transmiten paz y tranquilidad. Otra, la de quienes viven en el rencor eterno, que usualmente transfieren esa mala energía generada desde un odio reprimido. Y la otra es la mirada vacía, aquella que presentan como signo los individuos que tiene una barrera entre su yo interno y la realidad. En el caso del exfiscal Sandoval, su mirada —muy difundida ahora por los medios televisivos— sigue reflejando paz. Y sus ojeras, antes como ahora, demuestran el cansancio que produce la satisfacción del trabajo bien hecho y no son un reflejo de carcomas o pesadumbres con existencia.
Sobre su capacidad de discernimiento, en sus argumentos siempre ponderó la vida y la justicia, el sentido del ser, el bien común, y supo deslindar las realidades del bien y del mal sabiendo distinguirlas incluso en la frontera donde se entremezclan. Allí la penumbra es permanente y las posibilidades de equivocarse al tomar una decisión son muy altas. Él supo distinguir la luz de la oscuridad y tuvo los suficientes arrestos para hacer lo correcto aun poniendo en riesgo su propia vida.
Sobre su humildad, santa Teresa de Jesús (patrona de la Universidad de San Carlos de Guatemala) decía: «Humildad es andar en la verdad». Coincidió la santa de Ávila con Mahatma Gandhi en cuanto a que la persona «debe ser tan humilde como el polvo para poder descubrir la verdad». Y Sandoval ha sido la personificación de la humildad aunada a la verdad. Quizá sea su lenguaje gestual y verbal la mayor expresión de esa cualidad suya: jamás señaló a alguien de manera amenazante, jamás mostró una mirada de furia, siempre fue atento y respetuoso (incluso con las personas a quienes investigaba) y nunca fue gritón ni fanfarrón. Frente al ídolo del poder contrapuso —sin estar quebrantando el segundo mandamiento— la imagen de Dios, que es toda esperanza y que, según Carlos Cabarrús, S. J., «moviliza la historia porque surge cuando se acaba la fe y la misma capacidad de amar» [1].
Gracias, Juan Francisco, por la coherencia que lo acompaña.
¡Hasta pronto!
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[1] Cabarrús, Carlos (2006). La danza de los íntimos deseos. Siendo persona en plenitud. España: Desclée de Brouwer. Pág. 91.
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