No soy buen amante. Ni hijo. Ni padre. Ni gané batallas. Ni soy vencedor de videojuegos. Ni emprendedor. Ni pecador arrepentido en un púlpito dando testimonio de mis demonios.
No soy artesano. Se me rompen las bombillas al ponerlas. Se me tuercen los clavos en la pared, y de un martillazo salen volando a un lugar donde nunca los encontraré. Se me desarman los muebles. Siempre me sobran piezas, tornillos y arandelas. Se me cae el teléfono al suelo un día de por medio.
No compro papel de baño durante los apocalipsis. No vivo muchas vidas. No me reencarné de ninguna virgen. No armé pacientemente puzles imposibles. No escribí un libro ni planté un árbol. Tuve hijos que no me reconocen. Otros, en cambio, sí, y eso me hace feliz. Siempre me pregunto qué piensa Matías de mí cuando me ve entre divertido y asombrado de mis tonterías de hombre canado actuando como niño de trece años.
No puedo llenar esperanzas ni cantar mariachis ni bailar reguetón aunque lo intente. Ni pop. Ni vals. Ni saltar a la comba. Ni jugar a los jacks. Ni hacer un cien con el capirucho. Aunque creo que puedo pasear al perro, cuando él me pasea a mí.
Tiro los vasos de güisqui al agarrar las papas fritas, las aceitunas con hueso, el queso manchego, y hago un sunami en la mesa con servilletas de papel empapadas tratando de contener el desastre.
Me tropiezo en las banquetas. Me pego en el dedo pequeño del pie con las esquinas de los muebles. Pierdo los papeles. Se me olvidan mi NIT, mi DPI, el nombre de mi sobrina, la palabra trueque.
No llamo a mis padres. No se acuerdan de mí los primos. No voy a reuniones familiares. No me invitan a graduaciones. Ni soy padrino. No pongo arras en reserva. No tengo un traje negro para los funerales porque ningún amigo se me ha muerto.
No me fijo en cuándo le hago daño, pero la quiero tanto.
[frasepzp1]
No me veo al ombligo porque me hace acordarme de la laparoscopía que me hicieron, de mi hija, del intensivo y de mi vasectomía en Aprofam, aunque eso no tenga mucho sentido.
No soy orgulloso chapín ni gachupín ni maldito extranjero. Ni voy al estadio ni tengo banderas en mi casa ni camisolas de equipos ni estampas de san Tadeo ni altares a Maximón. No me santiguo. No oro. No alzo las manos. No clamo al cielo. Estoy varado en la tierra de nadie en mitad de una batalla de trincheras, sin ropa de combate, sin casco, sin chaleco protector. Veo pasar los obuses por encima de mi cabeza y pienso de qué lado estarán los aliados para irme en sentido contrario.
No conservo fotos de cuando era pequeño ni de mis pantalones cortos ni de mi sonrisa tímida ni de mis zapatos de trabita ni de mis Heyper Man ni de mi suéter rojo ni de las mañanas frías de reyes con la vuelta al colegio al siguiente día. Ni del olor al metro en invierno. Ni del estadio del Rayo. Ni del perrito caliente en Preciados. Ni de la Clara del Rey 33, sexto piso B. Ni de mi padre joven ni de mis hermanos cuando ejercían de eso.
No tengo casi nada y, sin embargo, y a pesar de todo, de tantas tonterías, histerismos, sinsentidos, después de acumular uno tras otro los ADN de tanta gente que me precedió, de estar en este preciso instante sentado en la semana del coronavirus, después de tantos años, de tantos ojos humedecidos por la polución de la 40R y por la tristeza del que ni bolo es alegre, estoy aquí para ti, que seguro es poco o mucho, ya no lo sé.
Porque hasta cuando quiero hacer una carta de amor me sale toda remendada de mis trozos recogidos y unidos por ti.
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